Mostrando entradas con la etiqueta Escritores. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Escritores. Mostrar todas las entradas

martes, 10 de febrero de 2015

Los secretos apetitos del arte venezolano

¿Qué hay en el plato de los ARTISTAS venezolanos?
@JacGoldberg


Tan elocuentes como sus obras pueden ser los hábitos gastronómicos de los artistas. Sobre todo sus antojos. A continuación una lista de lo que comen o beben diferentes autores venezolanos, mientras están inmersos en el proceso creativo.

ARTICULO COMPLETO EN CLIMAX


viernes, 10 de agosto de 2012

También Jabès

Edmond Jabès
Diario de Sara I


Foto: Bernard Carrère


4 de mayo
Mi sueño leve, mi sueño de corcho tapona mi vida.
Una botella al mar.

19 de julio
Partir el pan de los demás para los demás. El mío es pan duro.

jueves, 2 de agosto de 2012

Extrañezas

Gastronómico
© Raymond Queneau
(Del libro Ejercicios de estilo)


Tras cocerme de tanto esperar bajo un sol como mantequilla negra, acabé subiendo en un autobús de color pistacho en el que los pasajeros bullían como gusanos en un queso pasado. En este plato de merluzas observé un fideo con un cuello largo como un día sin pan y una galleta en la cabeza rodeada por un hilo de cortar mantequilla. Este macarrón rompió a hervir porque una especie de besugo al horno le traía frito exprimiéndole, y le dejaba los pies hechos puré. Pero cesó rápidamente de discutir mandándole a freír espárragos, y se metió en un molde que había quedado vacío. Iba en el autobús de vuelta haciendo la digestión, cuando, delante del restaurante de la estación de Saint-Lazare, volví a ver al mismo pollo asado con un cochinillo que le daba una receta sobre cómo debía aderezarse mejor. El otro estaba vuelto chocolate.

viernes, 6 de julio de 2012

William Faulkner

Medio siglo de un adiós salpicado de cocinas 



Hoy 6 de julio se cumplen 50 años del adiós de William Faulkner, uno de los más grandes escritores del siglo XX, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1949, autor de 19 novelas, de unos 100 relatos y de guiones de algunos films clásicos en Hollywood. El escritor estadoundense (oriundo de New Albany, Misisipi) murió de un paro cardíaco que se alimentó de tabaco y alcohol. Decía en una entrevista: “Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky”. En homenaje a este escritor que a tantos ha influido existencial y escrituralmente, recojo algunos párrafos donde la cocina —como espacio y culto al alimento— toman protagonismo.

El comedor de la casa de Faulkner en Oxford, Mississippi

De Una rosa para Emilia

(…) “Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.


De El sacerdote 

(…) Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en la Calle Canal. Chicas que iban a casa para almorzar -el pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su placer físico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser-, para fregar en la cocina; chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces de colores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como un coctel de una bandeja de plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de caballos con arreos de plata.


De Santuario

(…) Entró en la casa, pasillo adelante. Siguió hasta salir al porche trasero; luego torció y entró en la habitación donde brillaba la luz. Era la cocina. Había una mujer delante del fogón. Llevaba un vestido de percal muy desteñido. Al moverse, el par de toscos zapatos de hombre que calzaba le golpeaban los tobillos desnudos. La mujer se volvió a mirar a Popeye y luego otra vez hacia el fogón, donde estaba friendo carne en una sartén.

(…)
—¿Por qué me lo cuentas a mí? —dijo la mujer.
—Tú cocinas. Querrá cenar.
—Sí —dijo la mujer. Se volvió de nuevo hacia el fogón—. Cocino paratramposos, estafadores y deficientes mentales. Sí. Es cierto que cocino.

(…) Los hombres volvieron al porche. La mujer quitó la mesa y llevó los platos a la cocina. Los dejó amontonados, se acercó al cajón situado en la zona menos iluminada y estuvo en pie a su lado durante un rato. Después se sirvió su propia cena, comió sentada a la mesa, encendió un cigarrillo con la llama de la lámpara, fregó los platos y los guardó. Luego echó a andar por el pasillo, pero no llegó a salir al porche. Se quedó dentro de la casa, junto a la puerta, oyéndoles hablar, oyendo hablar al forastero y el ruido apagado de la garrafa mientras pasaba de mano en mano.

(…)
—He vivido como una esclava por ese hombre —musitó la mujer sin apenas mover los labios, con su voz desprovista de inflexiones. Era como si estuviera repitiendo una receta para hacer pan—. Trabajaba de camarera en un turno de noche para poder ir a verlo a la cárcel los domingos. Viví dos años en una habitación, cocinando en un mechero de gas, porque se lo había prometido. Le mentí y gané dinero para sacarlo de la cárcel, y cuando le expliqué cómo lo había ganado me dio una paliza.

(…)
Entraron en la cocina. La mujer le sirvió café en una taza.
—Debe de estar frío —dijo—. A no ser que prefiera usted encender otra vez el fuego.
Del horno sacó una bandeja con pan.
—No —dijo Temple, bebiendo a sorbos el café tibio y sintiendo movérsele las entrañas en pequeños coágulos hormigueantes, como perdigones sueltos—. No tengo hambre. Hace dos días que no he comido, pero no tengo hambre. ¿No es curioso? No he comido desde… —contempló la espalda de la mujer con una rígida mueca conciliadora—. No tendrán ustedes un cuarto de baño, ¿verdad?

lunes, 9 de mayo de 2011

Confieso: comí iguana

Mejor lejos que guisada

Me dijeron que era pollo, estaba guisada. Su carne suave, dulce. Al día siguiente me hicieron repetir. Cuando señalé lo rico que estaba, mi madre confesó. Era iguana. Seguí comiendo. Era una niña, pero entendí que el asco es cosa de la mente y la cocina un mundo al que hay que estar abierto. Sólo eso me ha permitido probar gusanos, hormigas y araña mona en el Amazonas.
Por aquella vieja historia mía, reproduzco aquí el cuento de Norberto José Olivar con el que obtuvo el obtuvo el Sexto Premio Internacional de Relato Sexto Continente de Radio Exterior de España y Ediciones Irreverentes.



Odio a las iguanas

Por Norberto José Olivar

A mi madre,
aunque no lo merezca


Odio a las iguanas. Me gusta irlas espachurrando, una a una, con el carro. Perseguirlas, acorralarlas y, finalmente, compactarlas al asfalto y dejarlas en el puro cuero. Pero no siempre fue así. Para justificar esta rara obsesión, confieso, con cierta vergüenza, que mi infancia transcurrió en una clínica siquiátrica conocida como «La Ricardo Álvarez». Era el manicomio de los ricos, de los mantuanos, diríamos hoy. Estaba en las primeras cuadras de la avenida Bella Vista, dos edificios blancos de tres pisos, con un hermoso y amplio jardín en medio que servía de unión. Y muchos árboles, enormes, en los alrededores. Mi padre era el Jefe de Administración, y mi madre enfermera del edificio de mujeres. De modo que, a falta de niñera, me iba con ellos al trabajo y me soltaban en aquel inmenso vergel como si fuera el Central Park. Y por supuesto, acabé amigándome con muchos locos de los de «verdad». Había uno que corría descalzo por todas partes con un casco de moto, y yo me desarmaba el esqueleto tratando de alcanzarle en mi Harley Davidson Elektra de 500 cc o más. Recuerdo, también, una vieja llorona y piche a la que tenía un miedo atroz, me abrazaba y me llamaba por el nombre de su niño muerto. Mi madre, muy calmosa, me decía que le siguiera la corriente, «tranquilo, mi rey, que no te va a morder» aseguraba riendo. Otro se pasaba el día sentado bajo el sol pensando en conspiraciones insólitas, encamisado a la fuerza y repartiendo maldiciones e improperios a diestra y siniestra. En una silla de extensión, apartado, con las sienes calcinadas, estaba un hombre, grande, canoso, con la cara ladeada y babeando constantemente. Mantenía la mirada perdida y me parecía que se aburría todo el tiempo. Y así, sería imposible hablar de la variedad de locos que vi desfilar durante esos años. Pero un día —fatídico— llegó uno al que le dio por cazar iguanas. Me dijo que las iguanas cuando se las ve boqueando es porque quieren absorber tu alma, son enviadas de satanás para espiarnos, «se te quedan mirando y si te muerden, sólo que dios haga tronar te sueltan, si no te dejan seco», decía cuchicheando, con miedo a que alguna de ellas pudiera oírle. Y una tarde, nublada y calurosa, me pidió que le siguiera al extremo norte del jardín para mostrarme algo. Fuimos tras los arbustos y quedé petrificado con tantas iguanas que había matado. Sin embargo, una —la más grande y monstruosa— estaba viva e inquieta. La tenía atada del cuello como a un perro, «esa tenéis que matarla vos», dijo con seriedad aterradora, y me dio una piedra para que le machacara la cabeza. Pero apenas pude acercarme. La iguana tenía los ojos rojos y lengüeteaba amenazante. Entonces saltó a morderme y a darme “rabazos” enfurecidos. Los gritos alertaron a mi madre y al resto de la enfermería de guardia. No recuerdo nada más. Según cuentan, me desmayé bajo las garras de aquel lagarto infernal.
«Todavía estabas muy chiquito cuando eso» dice ella, mi madre, muerta de risa, cada vez que lo recuerda y vuelve a contármelo.

jueves, 5 de mayo de 2011

Poesía y coquinaria en voz alta

Lo que sigue es mi ponencia presentada en el I Congreso Nacional de Identidad Gastronómica, realizado en Maracaibo entre el 3 y 5 de marzo de hace un par de años.















¿Qué puede una mesa sola
contra la redondez de la tierra?
Ya tiene bastante con que nada se caiga
cuando las sillas entran en voz baja
y en su torno a la hora se congregan.

Eugenio Montejo


Hace mucho trabajaba yo en el reino de Ben Amí Fihman. Había allí un ogro y una revista gastronómica. Eran días, al decir de los hermanos Grimm, “cuando el desear aún le ayudaba a uno”. Y yo deseaba escribir como Fihman en sus maravillosos Cuadernos de la gula, hurgar en la caverna de los diccionarios para extraer vocablos inolvidables, hermosos, ajenos a lo obvio, capaces de seducir, embriagar, producir un dulce y orgásmico salivado. Quería renombrar el mundo coquinario con sinónimos de consistencia única, forjar una escritura sin gramática, hecha de palabras autónomas.
La versatilidad de la revista Cocina y Vino permitía jugar con la volátil materia del lenguaje. Ya entonces hacía yo calistenia en las alacenas de la poesía y vivía reahogada entre novelas, crónicas y versos. Intuía, sin demasiada precisión, que la fuente de las palabras anheladas no se hallaba en el discurso de los cocineros ni en la intuición periodística, sino en la lectura de majestuosos párrafos que indagaran en los misterios del relámpago, el fuego de las paciencias, la magdalena que se deshace en busca del tiempo perdido. Desde antes de aquellos días carezco de certezas, pero sabía ya que no podía escribir sobre gastronomía con el mismo sustento metafórico de artículos de política, farándula e incluso arte y literatura. Intuía que la cocina exige un léxico propio, un proceso que transforme la lengua en todos sus aspectos y arroje nuevas construcciones que no irrespeten sus estructuras morfológicas.
De haber propuesto esta ponencia en un evento literario o lingüístico, habría comenzado explicando asuntos patidifusos como que en el procedimiento de creación de palabras exige un vistazo a la composición, la derivación, la parasíntesis y la acronimia. Pero de eso poco entiendo y solo me importa el proceso creativo que permite tamizar ciertas formalidades y espesar el disfrute sensual de la palabra.
El ejercicio lingüístico consiste en desentrañar el lenguaje, y como dice Unamuno, “desentrañarlo es rehacerlo, renovarlo, recrearlo”. El lenguaje asociado a la gastronomía, con más razón, debe rehacerse a partir de vocablos apetecibles que describan a la vez que insisten en los más íntimos recodos de la cultura. Me gusta recordar la magnífica aproximación que hace al menú el filósofo francés Michael Onfray cuando dice que uno de sus misterios radica en su poética y que su título “vela, devela, oculta, muestra, deja adivinar o suponer las operaciones y artificios que permitieron el pasaje del producto natural a su presentación cultural”
Mi propuesta —nada inédita, por cierto— es dejar que la poesía se apodere serenamente de las crónicas gastronómicas. Permitir que cierta libertad reordene el modo cómo se describe un plato, el quehacer de un chef o el ámbito de un restaurante. Propiciar que el lenguaje no sea atadura ni aflicción, que se haga tan rico como los ingredientes o los platillos que mostramos, tan lúdico como el proceso culinario.
No se trata de aportar creaciones léxicas sin sentido, de hacer de la crónica gastronómica lugar de vericuetos esteticistas, ni de recaer en lo que Manuel Vázquez Montalban llama la “arbitraria e hiperbólica adjetivación del gourmet”, tan reconocible entre quienes no saben qué decir y acuden a maromas discursivas para lucir inteligentísimos y conocedores de las lides del fogón o el vino. Propongo, en todo caso, actualizar palabras, aceptar la aparición de “otras” palabras asociadas a la coquinaria. Onfray indica que la gastronomía es “una cuestión estética y filosófica: la cocina remite a las bellas artes, a las prácticas culturales de una civilización y de una época”. Habría que potenciar nuestra lengua a través del delicioso repertorio de vocablos que reposan en los diccionarios para ser relamidos a través de la intuición y la creatividad. No solo ha de buscarse en el sabihondo Diccionario de la Real Academia Español, sino también en otros —incluso más divertidos— como los de sinónimos y antónimos, de ideas a fines, etimológicos y hasta analógicos conceptuales.
Gabriel García Márquez, a sabiendas de que los sabores, los sonidos y los olores contribuyen al esplendor de una lengua, cuenta en su Prólogo al Diccionario Clave que “cuando al Che Guevara le dieron a probar la primera gaseosa que se hizo en Cuba para sustituir el refresco del Cuba Libre, dijo sin vacilar ante las cámaras de televisión: ‘Sabe a cucaracha’. Más tarde, en privado, fue más explícito: ‘Sabe a mierda’. ¿Cuántas veces hemos tomado un café que sabe a ventana, un pan que sabe a baúl, un arroz que sabe a solapa y una sopa que sabe a máquina de coser? Un amigo probó en un restaurante unos espléndidos riñones al jerez, y dijo, suspirando, ‘¡Sabe a mujer!’. En un ardiente verano de Roma tomé un helado que no me dejó la menor duda: sabía a Mozart”.
Si la cocina cambia, evoluciona, se diversifica, los textos que hablan de ella deben hacer lo mismo. No podemos escribir sobre un platillo que tiene toda una historia a cuestas y horas de ardiente trabajo, como si se tratara de motores y horóscopos, donde lo que cuenta es la información y no el cómo de la misma. No debemos, como indicaba Sumito Estévez en un artículo hace unas semanas, seguir describiendo nuestros platos más esenciales con palabras pobres, dadas a la vergüenza étnica, tal como se hace con la hallaca. Quienes practicamos el oficio de escribir sobre el saboreo, no podemos sazonar con ligereza, incurrir en horrores gramaticales, enumeraciones domingueras, premuras blogueras, ignorancias premeditadas, lecturas de aeropuerto. No porque todos escribamos desde niños, podemos escribir sobre cocina; no porque todos comamos desde el vientre, podemos relatar un platillo. La lengua es portadora de una tradición. Maltratarla e ignorarla es, además de negligencia e irresponsabilidad, una oportunidad perdida.
La cocina y la poesía amasan semejantes coartadas: olores, sabores, colores, texturas, emociones, sonidos, memorias. Ambas solo pueden degustarse en el punto exacto de cocción que requieren las palabras, en el sencillo esplendor que las aleja del infortunio cotidiano.

domingo, 1 de mayo de 2011

“El vino del estío”, un fragmento

De la novela de Ray Bradbury


IV
El vino de diente de león.

Las palabras sabían a verano. El vino era verano encerrado y taponado. Y ahora que Douglas sabía, realmente sabía, que estaba vivo, y se movía en el mundo para verlo y tocarlo, convenía que algo de este nuevo conocimiento, algo de este especial día de vendimia, fuera apartado y sellado, y abierto luego un día de enero, cuando nevara rápidamente y el sol estuviese oculto desde semanas o meses atrás, y el milagro, en parte olvidado, necesitara renovarse. Sería aquel un verano de insospechables maravillas, y Douglas quería que lo conservaran y ordeñaran. En cualquier momento bajaría de puntillas a ese húmedo crepúsculo y acercaría las puntas de los dedos.
Y allí, hilera sobre hilera, con el color suave de las flores que se abren a la mañana, con la ,luz del sol de junio tras una débil película de polvo, estaría el vino. Y al mirar el día invernal a través de la botella... la nieve se fundiría en pastos, en los árboles vivirían otra vez
pájaros, hojas, y capullos, como un continente de mariposas que se alzara al viento. Y el cielo acerado sería azul. Ten el estío en la mano, sírvete un poco de estío, un vasito nada más por supuesto, un sorbito para niños; cambia la estación en tus venas llevándote el vaso a los labios y empinando el estío.
— Listo. Ahora, ¡el barril de lluvia!
Nada podía reemplazar esas aguas puras, convocadas en lagos lejanos y dulces campos de hierbas cubiertas de rocío en la mañana temprana. Aguas alzadas al cielo, llevadas como ropa lavada a lo largo de mil kilómetros, cepilladas con el viento, electrificadas con altos voltajes, y condensadas en un aire frío. Aguas que caen en lluvias, y traen el cielo en sus cristales. Con algo del viento del este y del oeste, y del viento del norte y el sur, el agua se hace lluvia, y la lluvia, en la hora de los ritos, se hace vino.
Douglas corrió con el cucharón. Lo hundió en el tonel de agua de lluvia.
— ¡Allá vamos!
El agua era seda en la cuchara; seda clara, débilmente azul. Dulcificaba los labios, la garganta, el corazón. Había que llevarla en cucharones y baldes al sótano, y allí se volcaría en avenidas, en corrientes montañosas, sobre la florida cosecha.
Hasta la abuela, cuando nieve girase en rápidos torbellinos, mareando el mundo, cegando ventanas, robando el aliento a las bocas jadeantes, hasta la abuela, un día de febrero, desaparecería en el sótano.
Arriba, en la casa grande, habría toses, estornudos, ronqueras, gemidos, fiebres infantiles, gargantas rojas como carne cruda, narices como cerezas en conserva, microbios en todas partes.
Entonces, saliendo del sótano como una diosa de junio, la abuela vendría, con algo oculto pero obvio bajo el chal tejido. Lo llevaría a las miserables habitaciones de abajo y arriba, y su aroma y claridad llenarían las copas, y se bebería de un trago. Las medicinas de otro tiempo, el sol balsámico de las ociosas tardes de agosto, el débil ruido de los carros de hielo por las calles de ladrillo, el susurro de los plateados cohetes, y las fuentes de las cortadoras de césped sobre países de hormigas, todo, todo en un vaso.
Sí, hasta la abuela escaparía al sótano del invierno para una aventura de junio. Se quedaría allá abajo, sola y callada, como el abuelo, o el padre, o el tío Bert, o algún pensionista, y comulgaría con las últimas huellas de un tiempo de picnics y cálidas lluvias, y campos perfumados de trigo, el maíz nuevo y el heno de cabeza inclinada.
Hasta la abuela repetiría y repetiría las palabras doradas y hermosas, como si estuviese diciéndolas en ese mismo momento, cuando las flores estaban aún en la prensa, como serían repetidas todos los años, todos los blancos inviernos del tiempo. Las diría y las diría, y serían en sus labios como una sonrisa, como un repentino rayo de sol en la sombra.
El vino del estío. El vino del estío. El vino del estío.

viernes, 21 de enero de 2011

Los intelectuales no escapan al cuerpo

El hambre de Franz Kafka
Vicente Verdú (El País, España, 20/01/2011)

El autor de La Metamorfosis a los 13 años


Franz Kafka murió a los 41 años en un sanatorio que empezó a visitar en 1917 cuando se le presentó su tuberculosis en la garganta. Algunos de los libros médicos y kafkianos han explicado ese mal que terminó matándolo, por el asiduo consumo de leche no pasteurizada pero eso mismo hacía, sin estas consecuencias, la generalidad de la población. ¿Era Kafka un ser débil y no pudo afrontar el mal? Era lábil y fuerte, frágil y contundente, místico y gimnástico. Pero, además, según ha expuesto en la revista Jano de enero Luis M. Iruela, jefe de Psiquiatría del Hospital Puerta de Hierro de Madrid, un enfermo de anorexia nerviosa.
No es la primera vez que al escritor se le atribuye este diagnóstico pero la enfermedad adquiere un talante diferente si se la contempla hoy en plena mímesis de la delgadez con los modelos de entonces.
La estética, la mística y la clínica forman una secuencia a la que Kafka añadía, de acuerdo con su biografía, una manera de eximir su cuerpo de la visión temible del padre o de rehuir con su mengua la presencia que, en todo caso, deseaba rehuir.
Algunos amigos de Kafka, asistentes a las reuniones en que se leían sus manuscritos y se reían sus ocurrencias (de La metamorfosis, por ejemplo) forman una escena, según Max Brod, opuesta a la figura enfermiza y atormentada de Kafka.
Pero ¿qué vivir? Tuvo apenas sexo con prostitutas pero nunca con sus parejas o novias (Felice, Milena). Es amante de la natación en parte como una disciplina de oxígeno y agua helada pero también como una entrega a lo salvaje.
No comer comporta un rechazo del mundo exterior pero, curiosamente, sobre ese mundo estaba más implicado y pendiente de lo que se imagina, según su biógrafo Joachim Unseld. El artista del hambre, un relato publicado en 1922, es la historia de un hombre que se exhibe ante el público como una atracción de circo y los espectadores contemplan minuciosamente en su camino hacia la inanición.
Los bulímicos acceden al ideal de su extrema delgadez comiendo de todo y vomitándolo todo. El todo del anoréxico, sin embargo, nunca llega a estar dentro de él sino que el todo es precisamente él.
Tanto Matthew Barrie, el autor de Peter Pan, como Lord Byron fueron también enfermos de anorexia nerviosa. Aprehensivos respecto a los exteriores y aprehensivos respecto a su futuro porque rechazar la comida es la metáfora del miedo a la contaminación ajena y, de otro lado, una afirmación bien perfilada de la propia figura. "La ruta va a través del hambre" -dice el protagonista del cuento Investigaciones de un perro (1922)-; "lo más elevado se conquista solo por el más elevado sacrificio y el más alto sacrificio es entre nosotros el hambre voluntaria".
No había en esos barrios de Praga mucho que comer y, en consecuencia, llegar a la nada convierte la suma indigencia en hazaña y la extrema necesidad en majestad. Esa majestad que, en el mundo del sexo, le lleva a decir a su amada Milena: "El coito con la persona amada puede conducir a la pérdida del amor". O escribe en su diario: "Coito es el castigo por la felicidad de estar juntos".
El rechazo a la felicidad a través del displacer y el rechazo del regusto que ofrece la comida se corresponden con la actitud de Nicolai Gogol, un torturado semejante, capaz de afirmar que de haber cedido al amor "este le hubiera reducido instantáneamente a polvo". El chiste se brinda tan fácil que más vale pensar en sus mentes sadomasoquistas o atribuirles hagiográficamente a estos gigantes la idea perfeccionista que ve, en toda grasa de más, bardoma y, en toda ingestión, un síntoma de ignominia.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Un texto de Laura Cracco

OUZO KAI MEZEDES

Despierta con el sabor a ouzo, el gusto de calamares, boquerones fritos, el pepino fresco, los tomates gordos y jugosos, la feta, calabacines y berenjenas rebozadas, el denso aceite de oliva de un verde profundo, las aceitunas brillantes como ojos de muchachos. El sueño la llevó de vuelta a Grecia, a una pequeña taberna frente al mar que justo antes del ocaso se transmutará en vino, pero que en ese momento tiene un azul tan puro como el cielo. Nunca ha visto un cielo más limpio que el cielo griego. Tó Ouranó, i Thalassa. En el sueño su mirada se movía entre el mismo azul de agua y de aire. Fue absolutamente feliz, el mundo se abría en amplia sonrisa, ella sonreía con toda su alma, sin sobresaltos. En ese mundo de felicidad tajante, firme, sólido que no ofrece agujeros para el miedo. En su cabeza se fundían la voz de Homero, andra moi énnepe Musa polytropon hos malla polla…, la del mar, los ecos de rebetiko reptando desde el subsuelo. Estar, simplemente estar; la única amenaza, la agridulce sensación de estar viva hasta las uñas.
Un anciano se sentó a su lado.
—Ti kaneis, koritsi mou?
—Miro. Solamente miro y escucho.
—¿Y sólo por eso sonríes? ¿De dónde eres?
—No me lo recuerdes —la sonrisa apagándose en su cara— Vengo de un lugar muy, muy lejano, donde todas tus pesadillas se harían realidad. Vengo de un país donde la crueldad se hizo normal; donde la verdad perdió todos sus velos y ya no queda nada que buscar; donde sólo miramos lo que el Cíclope de un solo ojo, que nunca ve más que a Nadie y jamás al Otro condenado a perecer; donde las sombras insaciables se alimentan de la sangre joven; donde todos susurran, donde nadie escucha; donde nadie mira a la cara; donde todos están presos los unos de los otros; donde los héroes son exhumados para que perdure de ellos la miseria de sus huesos; donde la prosa se devoró la poesía y las crudas fotos de las morgues a la pintura; donde los nombres de las calles fueron borrados; donde Antígona no hallaría la tierra para salvar el cuerpo de su hermano de los buitres; donde las balas perdidas poseen la ubicua imprecisión de la lluvia; donde los hombres repiten la súplica de la Sibila, quiero morir, porque estar vivo es efímero anticipo de estar muerto; donde las cárceles son coliseos y los presos bestia y presa a un mismo tiempo; donde la carne huele a formol; donde el mar arrastra basura, al cielo lo hinca una alambrada y la música se atraganta en llanto.
—Exageras, no existe. Lo que has descrito es el infierno de los poetas. ¿Cómo se llama?
—Esto.
—“Esto” no es un nombre de país.
—Esto es la única palabra que nos queda. Las otras, una por una fueron vaciadas. Las probamos todas, las usamos tanto que sólo les quedó silencio dentro del hollejo y, aunque pronunciadas, ya no dicen nada.
—Pero “Esto” tampoco dice nada.
—Sí, tampoco dice nada. Pero ahorra el inútil esfuerzo de...
—No sigas, por favor, koritsi mou. Guardaré silencio para que nunca despiertes. Ákou, i thalassa! Koíta ton ouranó!
Desayuna con la cabeza llena de mar y cielo, con la boca llena de palabras extranjeras que sí evocan alguna realidad. Su trozo de pesadilla, Esto, dentro del sueño se desvanece. Thalassa! Thalassa!, repite como aquellos griegos huyendo de los persas que divisan en el mar la libertad. Demokratía, Demokratía, repite y de su garganta brota la palabra musculosa, ágil e invencible como un atleta olímpico.


Del libro de relatos inédito El ojo del Mandril

Laura Cracco nació en Barquisimeto (Venezuela). Es especialista en Filología Clásica (distinción Magna cum laude) por las Universidades de los Andes (Mérida, Venezuela) y por la Universidad de Atenas (Grecia). Ha estudiado física en la Universidad de Padova (Italia). Ha publicado artículos en diversos periódicos y revistas. Obtuvo el Premio Municipal de Poesía de Mérida. Tiene publicados varios poemarios: Mustia Memoria (1984); Diario de una Momia (1989); Safari Club (1993), Lenguas viperinas, bocas Chanel (2009).

martes, 12 de octubre de 2010

Susana Rotker: cocinar y bailar

El Papel Literario de El Nacional dedicó el pasado sábado toda su edición a Susana Rotker, esa maravillosa escritora venezolana que la muerte nos arrancó despiadadamente el 27 de noviembre del año 2000. Su vasta y honda obra abarca títulos como Invención de la crónica, Ciudadanías del miedo, Ensayistas De Nuestra America y su último libro, Cautivas. Todos lúcidos extraordinarios.
Recientemente la Universidad Católica Andrés Bello y el Espacio Anna Frank editaron uno de sus primeros y primordiales libros, Isaac Chocrón y Elisa Lerner. Los transgresores de la literatura venezolana.
De esas cuatro páginas dedicadas afectuosamente a Rotker por El Papel Literario traigo a este blog un comentario del hermano de la escritora, George Rotker: “Escuchaba salsa cuando salía a caminar, pero también escuchaba salsa cuando cocinaba. Era genial observarla cocinar y bailar al mismo tiempo. Esa alegría era contagiosa, muy contagiosa….”
Y me quedo con eso. Quien baila y canta cocinando ha de ser una persona feliz.

Y cómo no me atrevo a adivinar que salsas (auditivas y comestibles) entusiasmaban a Susana Rotker, dejo este video que le ha dado la vuelta a Estados Unidos y que intenta introducir en pleno baile gestos del cocinar.



Cooking Dance & Swag Walk / Rocko Maybe -Dem Boyz