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sábado, 12 de marzo de 2011

La boscosa bodega de los Phelps

Imposible memoria de lo bebido



Ya conté hace unos días que el lunes de Carnaval me ofrendó una deliciosa visita a los Jardines Topotepuy, creados por Billy y Kathy Phelps (ver biografía) en los años cincuenta con la finalidad de ser un lugar de observación y preservación de la naturaleza.
Los Phelps realizaron más de 40 expediciones por Venezuela para completar la colección de pájaros iniciado por el padre de Billy, la más importante de Venezuela y Latinoamérica y probablemente la colección privada de pájaros más grande del mundo.
Esos jardines espléndidos, dadores de color, oxígeno y paz fue refugio de los Phelps durante largas temporadas y su huella está por doquier. Puede verse la primera casa que ocuparon en los terrenos, pequeña, de metal, como las que se subían a las altas montañas merideñas mientras se construía el teleférico. Casi un refugio. Más tarde hicieron otra ya con materiales y techos como los de los bohíos, donde el sosiego probablemente se mezcló en una que otra ocasión con fiestas y amigos.
De las cuatro hectáreas de ese oasis situado a 1.450 metros sobre el nivel del mar en los Guayabitos, una de ellas es un bosque nublado, con su variedad de plantas, grandes árboles y un verdor de infinitos matices. Y allí otra de las huellas de los Phelps que, amantes de la naturaleza, lo fueron también del reciclaje. Por eso la enorme zona en la que botellas de vidrio hacen las veces de brocal o bordillo que separa plantas de senderos. Son botellas de vino de muchos colores que permiten imaginar que alguna vez contuvieron maravillosos caldos del mundo entero, traídos quizá de largos viajes, regalos de gourmets amigos, adquiridas a lo largo de una vida de pasión. Una que otra de esas botellas es más ancha, obviamente de champaña.


Fascina la historia oculta de estas botellas, la que nunca sabremos, que hablaría de fiestas y disfrutes en silencio, de reflexiones y miradas extraviadas en paisajes del alma. Cada botella bebida guarda un secreto, el del vino disfrutado, pero también el de todo cuanto sucedió en torno a ella. No quedan etiquetas en las botellas de Topotepuy, no se ven los picos, sólo sus fondos y a partir de su profundidad y sus formas el juego de adivinar la historia que llevó a aquellos vinos de lejanos viñedos a ésta, su nueva eternidad boca abajo.

Kathleen y W.H. Phelps en el "Cerro Jimé" en 1954.


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jueves, 10 de febrero de 2011

La ¿des-gracia? de ser un Anton Ego

Seudónimos y heterónimos se han usado siempre. Los hay célebres en el periodismo y la literatura. La gastronomía ha echado mano de ellos a la hora de propiciar objetividad y sobre todo para despistar a cocineros y restauradores. Sabemos que publicaciones serias tienen críticos que van de incógnitos a restaurantes y luego escriben con su propio nombre u otro. Siempre hay tras ese gesto enorme sobriedad.
En Venezuela el fenómeno ha sido hasta ahora poco manejado, siempre habiendo quien de la cara, nombre y cédula de identidad. Pero ahora, de pronto, aparece un grupete de enmascarados justicieros que acuden a la figura de un crítico proveniente de una película infantil: Ratatouille. Anton Ego, es un personaje adorable, pero desgarbado, oscuro, que termina cediendo a las condiciones y virtudes de unas ratas cocineras.
En Facebook aparece una docena de Anton Ego, casi todos italianos y con poca actividad. En Venezuela tenemos nuestros propios Anton Ego. Son tres, que quiero suponer mal usados seudónimos de personas distintas:
El primero en aparecer fue el de El blog de Anton Ego FC en julio del 2008. Ha publicado apenas diez notas. Comenzó bien, parecía inteligente, sarcástico, dispuesto a decir verdades sobre los bajos fondos coquinarios venezolanos. Comenzó tirándole piedras a Sumito Estévez. Más tarde se metió con el Cega, con la inauguración del restaurante Astrid y Gastón, con Tomás Fernández y Elías Murciano. Su post estelar fue sobre el Tenedor de Oro 2008, con el cual alcanzó 59 comentarios y un chismorreo que nos llevó a todos los blogueros a señalarnos unos a otros como el atrevido Anton Ego. Muchos creyeron que era yo. Yo creía que era Vanessa Rolfini, no pocos apostamos por la pareja conformada por Mayte Navarro y Alberto Veloz. Pero el blog se silenció el viernes 23 de octubre del 2009 y el asunto no pasó de mera broma, como tantas cosas. Lástima. Desperdició quizá una oportunidad tras haber generado controversia y discusión.
Un segundo Anton Ego, que por su lenguaje no ha de ser el mismo que el del blog, surgió para hacer trizas un reciente artículo de Miro Popic titulado Telecocineros. Este Anton Ego es intolerante e irrespetuoso. Es todo lo que critica de Miro Popic, cuyo texto termina preguntando a los lectores: “Entre el control remoto o los cubiertos, ¿con cuál se quedan ustedes?”, mientras el escudado Anton Ego concluye con una tonta aclaratoria sobre el nombre del canal elgourmet.com.
Un tercer Anton Ego criollo está en Twitter manejando la cuenta de @RestaurantesVE. Sus intenciones en principio parecieran buenas: convertirse en canal para que comensales recomienden restaurantes. Tiene tan sólo 241 seguidores y no ha habido manera de que explique porqué se oculta bajo el ya manido seudónimo del crítico de Ratatouille, pudiendo haber escogido otros más sensatos y serios. Su última respuesta al respecto por mensaje directo fue: “y le repito, si este seudónimo le produce tanto rechazo, con dejar de seguirlo es suficiente”. Da igual seguirlo o no.
Nadie que aclare. Y un seudónimo sólo oscurece. El término “Ego” hace referencia a un concepto freudiano que coloquialmente es exceso de autoestima: “instancia psíquica que se reconoce como yo, parcialmente consciente, que controla la motilidad y media entre los instintos del ello, los ideales del superyó y la realidad del mundo exterior”. (DRAE)
“Anton”, por su parte, tiene varias acepciones en nuestra lengua si se acentúa la “o”. Está la Cochinilla de San Antón: “Mariquita" o "Insecto coleóptero del suborden de los Trímeros, de cuerpo semiesférico, de unos siete milímetros de largo, con antenas engrosadas hacia la punta, cabeza pequeña”; el Mal de San Antón o Fuego de San Antón: “Enfermedad epidémica que hizo grandes estragos desde el siglo X al XVI, la cual consistía en una especie de gangrena precedida y acompañada de ardor abrasador. Era una erisipela maligna”. (DRAE)
En fin, aunque de libertad de expresión se trate, nada bueno hay tras un seudónimo injustificado y tampoco en la escritura de quienes creen una gracia hacerse pasar por Antón Ego, seudónimo de un nombre de por sí falso, que termina siendo caricatura, impostura, fachada un nadie sin credibilidad, máscara de sandeces. Un nada, pues.


sábado, 24 de julio de 2010

Una visita al paraíso

Foto tomada de El Universal

Me llevó a Crema Paraíso su fundador, don Adalberto Katz, fallecido el 5 de junio de 2008. Me llevó con sus palabras, su memoria, su valentía. Me llevó para demostrarme que el esfuerzo lo es todo, que la creatividad y el tesón forjan un hogar, una empresa, una país, un mundo.
Y digo me llevó porque así fue. Hace un par de semanas terminé de editar el testimonio de Katz, que aparecerá prontamente en el tercer tomo del libro Exilio a la vida, en preparación por la Dirección de Cultura de la Unión Israelita de Caracas. Cuando leí que había sido panadero y fundó Crema Paraíso me emocioné muchísimo. Y Facebook me hizo encontrar rápidamente a su hija, Anita Katz, quien de la música y la educación debió saltar a las fórmulas de la vainilla, las cavas refrigerantes y la dirección de una empresa que en Caracas es uno de los pocos rostros vivos de la nostalgia.

Adalberto Katz

Y como a veces uno dice carnaval y las maravillosas Inés Peña y Marta Elena González tiran papelillo, amablemente invitadas por la siempre sonriente Anita, armamos el viaje a Guarenas. Ellas escribieron de inmediato en sus emocionados blogs:


Adalberto Katz nació el 12 de diciembre de 1925 en Checoslovaquia. Siendo muy niño la familia se mudó dos veces y en 1940 fue a Budapest a estudiar panadería: “Un día llegué del colegio y mi mamá no estaba en la casa, era invierno, hacía mucho frío y fui donde el panadero y le pedí que me permitiera estar allí mientras llegaba mi mamá. Y me lo permitió. Me regaló unos pancitos y después de eso pasé mucho tiempo en la panadería ayudando. Eso me dio la idea de que en vez de ir a la universidad —ya se hablaba del Númerus Clausus, que daba solo un pequeño cupo a los judíos para estudiar— iba a aprender a ser panadero. Pensaba que ese era un oficio que siempre se necesita y por lo tanto se apreciaba, y que era más fácil subsistir con él que con cualquiera otro. Pero en Uzhorod no había escuela artesanal y en Budapest sí, por eso decidí irme. Mi familia estuvo completamente de acuerdo, mi papá me dio su bendición”, contó en la entrevista que le hiciera hace más de una década la Fundación Survivors of the Shoah Visual History de Steven Spielberg, de donde hemos tomado su testimonio.
Su espíritu de supervivencia lo hizo alistarse a una unidad de jóvenes de la SS, con la que vivió mil aventuras —lejos de los frentes y las masacres— sin dejar jamás su pasión por la panadería y su espíritu judío. La panadería lo salvó siempre de peores embates, la harina lo condujo a la cocina, el lugar del fuego, del resguardo y la comida segura en plena guerra: “Las circunstancias me obligaron a aquello. Si yo me hubiese escondido, a lo mejor habría sido la segura exterminación. Yo no arriesgué más de lo que pude haber arriesgado para poder seguir vivo. Por eso no era muy difícil amoldarse a las circunstancias, esa había sido mi suerte y muy rápido capté qué era lo que debía hacer”.
Al finalizar la guerra se reencontró tan solo con dos hermanos —el resto de la familia murió en campos de concentración— y buscando a una tía fue a dar a París, donde pudo trabajar en las delicias de la pastelería: “Trabajé un tiempo en París, primero en una pastelería y después me asocié con un señor de Senegal para hacer nuestra propia pastelería. Alquilamos el taller para la noche, porque en el día hacían pan y en la noche yo hacía pastelería. Todavía había mucha escasez y había que comprar los ingredientes en el mercado negro. Él era la parte comercial e iba a los teatros, al Folies Berger, al Casino de París, a los hoteles grandes y le hacían pedidos. París me gustó, pero decidí alejarme de Europa, ahí podía pasar cualquier cosa, en cualquier momento”.
En 1947, cuando consiguió rumbos abiertos hacia América, zarpó en un barco bananero que iba de Rotterdam a Colombia: “Se suponía que en Santa Marta desembarcaba y podía venir por tierra a Venezuela. Pero en Santa Marta no me quisieron dejar bajar porque creían que era polaco y me quitaron el pasaporte y me hicieron seguir hacia Guadalupe, donde tuve que esperar dos semanas hasta que vino un barco hospital de Francia en el que había cupo para ir a Venezuela. Entonces continué y llegué a Venezuela”.
En aquel entonces, contaba Katz, cuando los extranjeros arribaban al país, el Estado subsidiaba una semana de pensión que costaba siete bolívares diarios. Y en una pensión del centro se acomodó y fue ahí donde conoció a un húngaro que acababa de recibir una visa para viajar a los Estados Unidos y que trabajaba como mayordomo en casa del prominente abogado Alejandro Pietri: “En realidad yo no busqué trabajo como cocinero, pero este húngaro me dejó el cargo y yo inmediatamente acepté. Hablé con la señora Pietri en francés y me contó que la cocinera se enfermó y yo le dije que era cocinero y preparé el almuerzo y el doctor Pietri me mandó a llamar para felicitarme por la comida. A partir de ese día, el doctor Pietri ya no entraba por delante, sino por la cocina. Era un señor que le gustaba la buena comida, era muy gordo, fornido. Me propusieron pagarme trescientos bolívares como cocinero, inmediatamente acepté y así quedé como cocinero”.
Por vueltas de la vida, Adalberto Katz intervino en varios negocios, viajando por el interior del país incluso, hasta que en 1953, haciendo acopio de sus conocimientos, su intuición y su deseo de fundar algo propio, inauguró una heladería muy sui géneris en la Esquina 9 de Diciembre de la urbanización El Paraíso y que se convertiría en sinónimo de la Caracas de los cincuenta, en memoria irreversible para muchos y en una constancia que hace permanecer el negocio hasta hoy en día, ya salpicado por distintos puntos de la capital, Guarenas y Los Teques.
Tan Caracas son sus helados y malteadas y sus domingos a mediatarde, que en Nueva York tres músicos venezolanos formaron grupo Los Crema Paraíso, que lleva el sonido criollo tradicional al jazz, el rock, el funk y a tumbaos latinos electrónicos. Son ellos el baterista Neil Ochoa, el guitarrista José Luis Pardo (de Los Amigos Invisibles) y el bajista Alvaro Benavides. Tienen un disco titulado Debut. He aquí su extraordinaria versión de El Catire, de Aldemaro Romero.