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lunes, 10 de octubre de 2011

A la hora de la muerte

Mis cenizas en una lata de Toddy


Hace unos meses, de pronto, frente a un semáforo, dije al esposo:
— No hemos hablado de nuestra muerte.
Dado que el tema no venía a cuento, tuve que ser rápidamente explícita.
— No hemos hablado de nuestros sepelios. Se supone que no podremos estar juntos en la eternidad del cementerio. Soy judía, debo ir a un camposanto y tú a otro.
De inmediato recaí en más preguntas:
— ¿Y si pasamos eso por alto y vamos juntos a un cementerio que acepte judíos y cristianos? ¿Existe?
El esposo tiene hace mucho su conclusión:
— Quiero que me cremen y esparzan mis cenizas en el Orinoco.
Yo, para estar a la par, respondí que no era mala idea ser cremados ambos, aunque ello irrespete los preceptos del judaísmo. No seré ni la primera ni la última que lo haga. La lógica implica que rieguen mis cenizas en el Sena, en la ciudad de mi papá. O en el Lago de Maracaibo, de donde provengo. O en el Orinoco, para perpetuar el amor.
— Los trámites de cargar con cenizas son muy engorrosos, no podemos dejar a nuestro hijo único semejante tortura, dijo el esposo.
— Cierto. Pueden mantener nuestras cenizas en la cocina o en la sala. Recuerdo una telenovela, creo que con Caridad Canelón, en la que ella coleccionaba las cenizas de todos los maridos que la habían dejado “viuda”.
El tema quedó para después, sobre todo por que nuestro pequeño de once años exigió que abandonáramos tan macabra conversación un domingo a mediodía en plena Avenida Libertador. Lo que sí estuvo claro fue que, de ser cremada, guardarían mis cenizas el tiempo que fuese necesario en la lata de Toddy que reposa en lo alto de la cocina y que guardo como trofeo por habérmela bebido sola.
—Un problema menos, concluí.
Y cada mañana, admitiendo que la vida está aquí mismo —pero también la muerte—, elevo la mirada para percatarme de que la lata de Toddy sigue allí. Repito que es un poco grande para mis breves huesos y preparo el Toddy de todos los días, bien cargado, a veces con hielo. El Toddy de la vida, por ahora.

domingo, 9 de enero de 2011

Aborrecida espumita

Adriá con su Espuma de Fresa-Epazote

La espuma es un “conjunto de burbujas que se forman en la superficie de los líquidos, y se adhieren entre sí con más o menos consistencia”. Lo dice el DRAE. Es la magia de mar, de una bañera tibia y hasta de ciertas fiestas. También el non plus ultra de la cocina molecular, creada por Ferrán Adrià, servida fría o caliente y basada en el uso del sifón. Pero resulta que mi hijo y yo odiamos la espuma del Toddy, yo la del café con leche y la cerveza. Y le pregunto al hijo porqué tanto recelo con esa bonita textura sobre su bebida preferida. Y sabio como es, responde: “No tiene sabor, es desagradable e inútil”.
“Hace unos años, las espumas eran el demonio y ahora todos los cocineros las usan habitualmente en sus platos”, ha dicho El Bulli defendiendo su creación. Igual ruego que me sirvan la cerveza de ladito, para evitar la espuma….. Y al Toddy, a veces se la sacamos, aunque explico al hijo con espíritu científico que parte de los dones de la bebida es precisamente el bigote que deja esa espuma que tanto detesta.

lunes, 1 de noviembre de 2010

En el Día de todos los difuntos

Sabor a muerto


Aunque la religión en la que fui criada lo prohíba tajantemente, deseo ser cremada y que mis cenizas sean colocadas en una lata de Toddy que reposa en el estante sobre el horno. Aún no he decidido el destino final de mis restos, pero dadas las complicaciones legales que implica el traslado de cadáveres o cenizas, no someteré a mi familia a la calamidad de emprender viaje a la India, al Lago Como, al río Volga o a la pila más alta del Puente sobre el Lago de Maracaibo. Pediré más bien que me dejen tranquila en ese lugar cálido y claro que es mi cocina. Además, esa lata de Toddy de cuatro kilogramos —de lata de verdad, de las que se usaban antes en refresquerías— es todo un trofeo de vida: la compré en un negocio al por mayor en los años noventa y me la tomé yo solita, mañana tras mañana y en una que otra noche de soledumbre y desamor. Así que no hay mejor lugar para el adiós.
La gente se inventa destinos rarísimos para esparcir sus cenizas y este país es un embrollo de insensibilidades en tales asuntos. La desesperación de los deudos por cumplir últimas voluntades los hace cruzar largos trechos y saltarse todo tipo de trámites. Eso hizo un señor que juró a su esposa que sus cenizas terminarían en el Lago Titicaca, del lado peruano. Tras intentarlo todo por las buenas, el señor, que es ingeniero, optó por llevarse una porción de la amada esposa en una bolsita plástica para, al menos, cumplir algo de la promesa. Salió por el Aeropuerto Internacional de la Chinita de Maracaibo con su tristísimo cargamento, sin esconderlo, junto a sus enseres personales. Cuando la Guardia Nacional de turno le preguntó “qué lleva ahí”, él explicó que era una novedosa mezcla de cemento que se probaría en el Perú para la construcción de casas humildes. La Guardia Nacional, altiva, antipática, obligó al viudo a abrir la bolsita y como hacen los militares aeroportuarios con casi todo lo que les resulta sospechoso, le metió un dedo, se lo llevó a la boca y le pasó la lengua. Las cenizas efectivamente le supieron a cemento y hoy algunos huesos de la mujer reposan en el suave oleaje del peruano lago de sus anhelos.
Sólo espero que con el transcurrir de los años, las mudanzas, las generaciones, no surja la idea de hacer Toddy con la vieja lata de los altos de mi cocina. A dulce no sabré, de eso estoy segura. Nunca lo he sido.

martes, 28 de septiembre de 2010

El Toddy de una larga noche


El pasado domingo 26 de septiembre los venezolanos no comimos “mierda” como vaticinaba con saña mi ya “Ex amigo de Facebook”. Cada quien comió lo que quiso y el final no fue de dulzura absoluta, pero sí de fortaleza y esperanza.
La espera de los resultados electorales fue larga, difícil, desesperante, casi eterna. Cada quien la amainó como pudo, muchos pegados al Twitter, a Facebook, a un ron o una cerveza. Yo, como ya es sabido, soy adicta al Toddy y esa noche degusté dos buenos vasos con sabor a infancia y culpa. Doy fe de ello con un autorretrato y reproduzco un comercial de 1988 que me obsequió el dramaturgo residenciado en Nueva York, Pablo García Gámez, autor de dos apetitosos blogs, Textos durmientes y El Blog de Pablo.