Jacques Braunstein:
memorias gastronómicas
© Jacqueline Goldberg
El pasado 30 de agosto
Jacques Braunstein hubiese cumplido 81 años. Murió el 27 de noviembre de 2009.
Oriundo de Bucarest, Rumania, fue no de los melómanos y difusores del Jazz más
importantes de Venezuela. Su programa radial “Paz y Jazz” alcanzó los cincuenta
y cuatro años de transmisión ininterrumpida.
Hoy mucho extrañamos su voz
pausada y extranjera, su sabiduría, su manera de presentarnos músico y
tendencias.
Una de las facetas menos
conocidas de Jacques Braunstein fue la de oficiante del placer culinario.
Exquisitos condumios y caldos de imprescindible cosecha fueron savia que
recorrió su cartografía vital. No cocinaba, pero orquestaba con maestría los
platillos que su esposa, Odalys, sazonaba con tino, bien siguiendo los dictámenes
de la memoria de Braunstein o de alguna receta ajena que él mismo lee e
interpreta.
A continuación copio el
capítulo dedicado a la gastronomía de la biografíaa que junta a él escribí: En
idioma de jazz: memorias provisorias de Jacques Braunstein, publicado en el
2004 por la Fundación para la Cultura Urbana:
Virtuoso
gourmet
«La cocina, como el jazz,
tiene que ver con todas
las cosas gratas.
Creo que la comida
es un ingrediente
maravilloso de la vida.
Saber apreciar una buena
comida
se traduce también en un
interés
por averiguar cómo se hace
un plato,
cómo se presenta una buena
mesa.
La buena mesa es buena
compañía, buen vino,
buena conversación, buena
música:
una experiencia memorable.
La gastronomía es un arte
extraordinario
que hace muy feliz a la
gente de todas las edades.
Porque ciertas cosas en la
vida,
en la juventud prolongada —como
la mía—
se disfrutan menos, pero
la gastronomía se disfruta siempre.
A mí me gusta comer bien y
me gusta que me sirvan.
No me gusta cocinar,
porque no me gusta meterme
en la cocina, ensuciarme.
Si a mí me dicen cómo se
hace un platillo
se lo puedo dictar a mi
esposa: yo la guío,
le digo cómo se hace, los
ingredientes.
También muchos platos los
he aprendido de buenos libros.
Esta pasión por las cosas
buenas me llevó a investigar,
a conocer restaurantes en
el mundo entero.
He viajado mucho
aprovechando el hecho
de que he trabajado en líneas
aéreas y, después,
porque manejaba la
publicidad de algunas de ellas.
Aunque en mis primeros
viajes no tuve dinero
siempre traté de conocer
al menos
un restaurante muy bueno,
de esos que hacen
historia.
Ha sido una gran suerte,
un gran regalo que Dios me
dio:
conocer países tan lejanos
como Tailandia, Japón.
He ido a África, a la República
de Benín.
De Europa he visitado sus
principales capitales.
En Francia también he
viajado por todo el país.
En fin, estoy muy
agradecido con Dios
por todo lo que me dio.
De cada restaurante, de
cada sitio,
guardo un recuerdo muy
grato».
El gusto por la cocina es
herencia familiar. En su casa paladeó las primeras exquisiteces, platillos que él
mismo intenta emular hoy, como los pepinos encurtidos o los Sarmales,
hojas de repollo rellenas de carne
que preparaba su madre y cuyo complejo proceso exige horas frente a los
fogones. Su madre era una gran cocinera, enseñó a mucha gente y hasta le
solicitaban sus recetas.
Pero ese interés por el
excelso yantar se formalizó con la sofisticación de sus viajes, que en los años
ochenta lo condujo a interesarse por la Chaine des Rotisseurs (La cadena de los
asadores), asociación internacional epicúrea con sede en París fundada en el año
1248 por el rey Luis el Magnífico —en un principio reunía a los asadores de
gansos—y hoy con miembros en más de 120 países.
Braunstein fue iniciado en
los rigores del capítulo venezolano de esta exclusiva cofradía gastronómica —la
más antigua del planeta— en 1984 y fue miembro de la misma durante quince años,
en los cuales su paladar se paseó por lo más refinado de la cocina de factura
caraqueña y fue Chargé de Pressé de la institución, suerte de director de
relaciones institucionales.
«La Chaine des Rotisseurs
llegó a tener en su seno
alrededor de 120 miembros
en mis tiempos.
Estos miembros se dividían
en diferentes categorías:
los profesionales y los
amateurs.
Cada uno lleva un cordón
de seda de diferentes colores,
lo que indica si es
profesional o amateur, y el grado.
Si es director o
profesional, la cadena es dorada;
si es aficionado la cadena
es plateada.
Hay profesionales de la
Brigada Blanca (los chefs),
de la Brigada Negra (maitres de table)
La institución hacía
reuniones mensuales o bimensuales.
Los miembros teníamos la
potestad
de sugerir comidas en
algunos restaurantes
que nos parecían
interesantes.
Así íbamos conociendo
la riqueza gastronómica de
Caracas,
que aún entonces era
impresionante.
La gran gastronomía en
Caracas no tiene mucha historia.
Su apoteosis comenzó más o
menos en los años sesenta.
En esa época, también
antes, en los cincuenta,
existía la única escuela
hotelera de prestigio
y de nivel internacional
que hemos tenido en el país:
la Escuela Hotelera de
Venezuela.
Allí estaba el señor Freí,
un suizo contratado por Pérez
Jiménez,
quien hizo un gran trabajo
en el país
sin que nunca se le
reconociera.
La Escuela Hotelera
invitaba
a un grupo de personas
entendidas para almorzar allí
con el propósito de
comentar, juzgar
y criticar las cosas que
se hacían;
para ver cómo se podían
mejorar,
no con espíritu destructivo.
Eso funcionaba en un
edificio de la avenida Bolívar,
ahí donde está la Plaza El
Venezolano.
El restaurante, que era
bastante grande,
quedaba en el penthouse,
muy agradable, muy bien
servido.
Claro, los muchachos se
esforzaban mucho.
Allí solo iba a comer
gente seleccionada por Frei:
gente del gobierno, gente
que podía aportar algo.
No estaba abierto al público
en general».
Curioso y exigente,
Braunstein recorrió los primeros restaurantes prestigiosos de Caracas, guiado
por su intuición, la novedad y por recomendación de sus colegas de la Chaine
des Rotisseurs.
«Después de Galofré,
que fue el primer
restaurante francés de Caracas,
según Oscar Yánez, —y que
nunca conocí—
se fundaron muchos otros.
Estaban La Bastille, ése sí
lo visité mucho,
ubicado en una casa en la
Plaza Morelos,
más o menos donde está hoy
el hotel Caracas Hilton.
Había otros
restaurancitos:
recuerdo uno muy pequeño,
cerca de San José en la
avenida Baralt
y el famoso Cocq D’ Or.
Después, vino el
surgimiento
del centro gastronómico
español de Caracas,
en la Plaza La Candelaria,
donde se crearon algunos
restaurantes legendarios:
La Cita, que fue el
primero; La Tertulia
y el Bar Vásquez.
Los grandes hoteles
preparaban cenas espectaculares.
Recuerdo algunas del gran
chef Müller,
un alemán que estaba a la
altura
de los mejores chefs del
mundo.
Müller había construido
en la cocina del Hotel
Caracas Hilton
una cabañita donde tenía
una mesa
para diez o doce personas.
Era la mesa del chef,
a la que solo invitaba a
quien él quería.
¡Esas comidas en la mesa
del chef eran algo….!
Hasta el presidente de la
República quería comer allí.
Pero Müller tuvo un
encontronazo
con uno de los ejecutivos
del hotel
y cuando éste regresó a
Venezuela
con un alto cargo dentro
de la cadena hotelera,
la situación explotó, le
hizo la vida imposible a Müller
y éste tuvo que irse.
Se iba a ir al Barcelona
Hilton, de España,
pero cuando estaba ya en
el aeropuerto,
listo para embarcar,
recibió una llamada telefónica:
“no te vengas, porque te
vetaron desde Caracas”.
Se quedó con los crespos
hechos.
Estuvo un tiempo más en el
país, creó otro restaurante,
que estaba muy bueno:
Polo.
Era como un british pub,
con decoración de caoba y
ambiente muy bueno y,
desde luego, la comida de
Müller era excelsa.
Después de unos años,
decidió marcharse
y creo que sigue en
Hamburgo,
dirigiendo un gran
restaurante».
En la memoria de
Braunstein repica con fervor, sobre todo, una cena en 1982 en los lares del
maestro francés Paul Bocuse, en la ciudad francesa de Lyon.
«Yo buscaba afanosamente
el restaurante de Paul
Bocuse,
pero estaba medio
escondido.
No es un sitio por donde
todo el mundo pasa.
Venía manejando desde
Cannes, en la Costa Azul.
Había un aguacero como
nunca he visto,
con la mala suerte de que
habíamos dejado
el dinero y los pasaportes
en la caja fuerte del hotel.
Después de dos horas de
estar en la autopista
tuvimos que regresar bajo
ese torrencial aguacero.
Fue un día bastante
conflictivo.
Regresamos, buscamos lo
extraviado y seguimos el viaje.
Queríamos continuar hacia
Lyon y luego a París,
y tenía entre mis planes
visitar el restaurante de
Paul Bocuse,
además Gran Caballero de
la Chaine des Rotisseurs.
No había forma, no encontrábamos
el restaurante.
Pero de repente, en un
callejón oscuro,
al sureste de Lyon, lo
vimos.
Estábamos mal vestidos,
pero aprovechando la oscuridad
y soledad de aquel callejón
perdido
nos cambiamos de ropa
dentro del automóvil.
Llegamos a la puerta del
templo de Paul Bocuse.
El maître, muy amable, nos
dijo:
“presumo que usted tiene
reservación”.
Había que reservar con
tres meses de antelación.
Le dije: “honestamente,
no, porque vinimos de viaje,
de Cannes, estamos en
camino hacia París,
y se nos ocurrió que sería
un maravilloso lugar para cenar”.
El maître nos llevó a una
bellísima mesa,
con una decoración muy
sobria, muy bonita.
El restaurante era
encantador,
y tenía también una tienda
de recuerdos.
Compré allí una caja para
tabacos y
una tacita de metal que se
usa para probar los vinos.
En mi paladar perduran los
sabores
de una sopa gratinada de
faisán;
luego, recuerdo, tomamos
un menú de degustación,
y comenzaron a traer
comida, comida, comida,
y vino, vino, vino…
Fue realmente memorable.
Cuando terminó la cena,
con el restaurante a punto
de cerrar,
Paul Bocuse salió a
saludar a los comensales
y se sentó un rato a
nuestra mesa.
Nos brindó un alcohol de
peras,
hecho en un alambique
familiar.
Una cosa fantástica.
Paul Bocuse era un gran
comerciante,
sabía cómo vender.
“¿Le gustó?”, nos preguntó.
Y nos comentó que tenía a
disposición
una cantidad muy pequeña
de botellas,
naturalmente muy costosas,
pero cada bolívar, cada dólar
ahí valía la pena.
Y como dicen, lo bailado
no me lo quita nadie».
Hoy, por razones económicas
y de salud, Braunstein prefiere deleitarse chez soi y guiar sus propias
filigranas humeantes.
«El mejor sitio para comer
es mi casa,
eso lo dicen incluso
otros.
Trato de centrar mis
actividades de gourmet
en nuestra propia cocina,
con la creatividad de Odalys.
Hace unos años debí
apartarme de la gastronomía
porque tuve un conato de
infarto.
Entonces me hicieron una
limpieza de cañerías
—un cateterismo—
y me pusieron una especie
de mallita en una arteria.
A Dios gracias estoy bien,
pero me prohibieron comer
cosas ricas en colesterol.
Es una suerte haber podido
disfrutar antes,
hoy tengo que ser mucho más
comedido.
A veces me olvido del
corazón
y me atrevo a un
infidelidad con la dieta,
sobre todo cuando Odalys
prepara una Feijoada,
un plato típico brasileño
que a mí me encanta:
se hace con partes de
carnes muy gelatinosas,
lleva una cocción muy
larga, da mucho trabajo.
Ella lo aprendió a
preparar con una vecina brasileña.
Tampoco puedo fumar ya.
Me lo prohibió mi querido
médico Carlos Goldstein.
Me encantaban lo tabacos
tipo Churchill
o un buen Partagás 8-9-8,
gruesos y largos, con
buena ceniza, buen cuerpo.
El Monte Cristo A es mí
favorito».
A la mesa de los
Braunstein se han sentado grandes luminarias de la música local e
internacional. Tito Puente lo hizo en varias de sus visitas al país; Chucho
Valdés es uno de los asiduos y Orlando Poleo —el famoso percusionista
venezolano residenciado en París— se deleitó con un almuerzo navideño cuando
vino a presentar uno de sus últimos discos e incluso invitó al banquete a toda
la comitiva de franceses de su disquera que lo acompañaban. Las hallacas de ese
célebre almuerzo fueron, como todos los años, obra de Odalys.
«Desde el mismo momento en
que pisé suelo venezolano
me enamoré de la cocina
criolla.
Me gustaron la hallaca, la
arepa y el queso de mano.
También el queso madurado,
el queso de año,
que me parece mejor, en
algunos casos, que el parmesano.
Me encantó el asado negro,
pero no muy dulce.
Y lo que más me gusta
es mezclar lo mejor de dos
mundos,
que en el fondo es lo que
soy yo
tras medio siglo en este
bello país:
juntar un buen asado negro
con un pepino encurtido rumano».
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