Llanto de supermercado
© Jacqueline Goldberg
Hoy me arrancó la piel
la escasez de alimentos en Venezuela.
Llegué a mi pequeño, frágil e inútil
fondo.
Ese que no importa al Gobierno,
a los productores,
a la red de distribución.
Me vi arrastrada por una ola de manos
y pies
que intentaba tomar a la fuerza envases
de 420 cm3 de aceite de maíz.
Podíamos llevar hasta seis por
persona.
Había mucho.
Pero renacíamos
de una oscura y humillada bestialidad.
Debí golpear a una mujer para no caer
de rodillas.
Un poco más allá estaba la Harina Pan.
Quedaba un par de paquetes
y el rastrojo de la reciente rebatiña.
En el estante de papel de baño
conseguí cuatro rollos:
triunfo para mi higiene espiritual.
No había jugos sin azúcar,
mantequilla, pan, galletas.
Apenas dos tipos de pasta.
No hallé nada jabonoso
para limpiar los suelos de mi hogar,
hastiados ya de bactericidas aguas con
olor.
Muchos eran los anaqueles vacíos,
metáfora simplista de cómo estamos por
dentro.
Pagué y fui a la pollera
—en el supermercado no quedaba nada
proteico
más allá de unas latas de atún—
y cuando me asomé a las neveras vacías,
comencé a llorar desconsolada.
Lloré como quien se topa
un refrigerador con cadáveres amados.
La dueña —madre de una amiga de
infancia—
me miraba sin comprender,
decía que al menos
hay carnosos muslos.
¿Cómo puede alguien llorar
ante la ausencia de pechuga de pollo?
No lo sé.
Pero lloré, lloré mucho,
gemí con un dolor
que tenía meses contenido,
negado a recaer en las simplezas de la
cotidianidad.
Pensé en el mundo que estoy legando a
mi hijo,
en cómo puedo leer y escribir poesía
en un país donde mi dignidad
es dar vueltas y vueltas en busca de
nada.
Pensé en cómo puedo amar la gastronomía
si no hay nada tan indecoroso como
alcanzar su goce.
Cada día soy más quebradiza.
Lloro, me arde la impotencia.
Soy náusea,
hoy poderosa
a fuerza de contados aceites propios.
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