Mi madre no toleraba
la intervención del pimentón
en la salsa para spaghetti.
Hubiera sido impericia y desconfianza
añadir otro ingrediente.
Porque es para siempre el rojo poder del tomate.
Yo tampoco
usé pimenton
en mis poemas
durante mucho tiempo.
Después la vida se hizo híbrida y primitiva.
No amigos.
No amor.
Los hijos se fueron.
El marido murió.
Y aprendí a echarñe el guante a cualquier cosa.
Me endurecí
como rama de canela.
No tuve escrúpulos en ahogar
con hongos musculosos
el aroma de la albahaca.
Maíz transculturado y rábanos
de un lado a otro intercambié
sin pena de confusion.
Al soberbio plátano lo humillé.
Lo hundí bajo el peso
de ingredientes baratos,
y a la papa
ella siempre tan tolerante y translaticia
la revolví entre sofisticadas legumbres
de insipidez asiática.
Y así todo me servía y nada
y nada
¿Cuál? ¿Dónde, el sabor primigenio?
Hoy vendo guacamayas en mercados mexicanos,
y paseo por las vitrinas
llenas de oro falso,
como mis poemas.
De lejos
algunas veces
el espectro de mi madre tiernamente recrudece.
Su voz es un soplo helado:
Te los dije.
De Diccionario secreto de terminos salvajes
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