Lo que sigue es mi ponencia presentada en el I Congreso Nacional de Identidad Gastronómica, realizado en Maracaibo entre el 3 y 5 de marzo de hace un par de años.
¿Qué puede una mesa sola
contra la redondez de la tierra?
Ya tiene bastante con que nada se caiga
cuando las sillas entran en voz baja
y en su torno a la hora se congregan.
Eugenio Montejo
contra la redondez de la tierra?
Ya tiene bastante con que nada se caiga
cuando las sillas entran en voz baja
y en su torno a la hora se congregan.
Eugenio Montejo
Hace mucho trabajaba yo en el reino de Ben Amí Fihman. Había allí un ogro y una revista gastronómica. Eran días, al decir de los hermanos Grimm, “cuando el desear aún le ayudaba a uno”. Y yo deseaba escribir como Fihman en sus maravillosos Cuadernos de la gula, hurgar en la caverna de los diccionarios para extraer vocablos inolvidables, hermosos, ajenos a lo obvio, capaces de seducir, embriagar, producir un dulce y orgásmico salivado. Quería renombrar el mundo coquinario con sinónimos de consistencia única, forjar una escritura sin gramática, hecha de palabras autónomas.
La versatilidad de la revista Cocina y Vino permitía jugar con la volátil materia del lenguaje. Ya entonces hacía yo calistenia en las alacenas de la poesía y vivía reahogada entre novelas, crónicas y versos. Intuía, sin demasiada precisión, que la fuente de las palabras anheladas no se hallaba en el discurso de los cocineros ni en la intuición periodística, sino en la lectura de majestuosos párrafos que indagaran en los misterios del relámpago, el fuego de las paciencias, la magdalena que se deshace en busca del tiempo perdido. Desde antes de aquellos días carezco de certezas, pero sabía ya que no podía escribir sobre gastronomía con el mismo sustento metafórico de artículos de política, farándula e incluso arte y literatura. Intuía que la cocina exige un léxico propio, un proceso que transforme la lengua en todos sus aspectos y arroje nuevas construcciones que no irrespeten sus estructuras morfológicas.
De haber propuesto esta ponencia en un evento literario o lingüístico, habría comenzado explicando asuntos patidifusos como que en el procedimiento de creación de palabras exige un vistazo a la composición, la derivación, la parasíntesis y la acronimia. Pero de eso poco entiendo y solo me importa el proceso creativo que permite tamizar ciertas formalidades y espesar el disfrute sensual de la palabra.
El ejercicio lingüístico consiste en desentrañar el lenguaje, y como dice Unamuno, “desentrañarlo es rehacerlo, renovarlo, recrearlo”. El lenguaje asociado a la gastronomía, con más razón, debe rehacerse a partir de vocablos apetecibles que describan a la vez que insisten en los más íntimos recodos de la cultura. Me gusta recordar la magnífica aproximación que hace al menú el filósofo francés Michael Onfray cuando dice que uno de sus misterios radica en su poética y que su título “vela, devela, oculta, muestra, deja adivinar o suponer las operaciones y artificios que permitieron el pasaje del producto natural a su presentación cultural”
Mi propuesta —nada inédita, por cierto— es dejar que la poesía se apodere serenamente de las crónicas gastronómicas. Permitir que cierta libertad reordene el modo cómo se describe un plato, el quehacer de un chef o el ámbito de un restaurante. Propiciar que el lenguaje no sea atadura ni aflicción, que se haga tan rico como los ingredientes o los platillos que mostramos, tan lúdico como el proceso culinario.
No se trata de aportar creaciones léxicas sin sentido, de hacer de la crónica gastronómica lugar de vericuetos esteticistas, ni de recaer en lo que Manuel Vázquez Montalban llama la “arbitraria e hiperbólica adjetivación del gourmet”, tan reconocible entre quienes no saben qué decir y acuden a maromas discursivas para lucir inteligentísimos y conocedores de las lides del fogón o el vino. Propongo, en todo caso, actualizar palabras, aceptar la aparición de “otras” palabras asociadas a la coquinaria. Onfray indica que la gastronomía es “una cuestión estética y filosófica: la cocina remite a las bellas artes, a las prácticas culturales de una civilización y de una época”. Habría que potenciar nuestra lengua a través del delicioso repertorio de vocablos que reposan en los diccionarios para ser relamidos a través de la intuición y la creatividad. No solo ha de buscarse en el sabihondo Diccionario de la Real Academia Español, sino también en otros —incluso más divertidos— como los de sinónimos y antónimos, de ideas a fines, etimológicos y hasta analógicos conceptuales.
Gabriel García Márquez, a sabiendas de que los sabores, los sonidos y los olores contribuyen al esplendor de una lengua, cuenta en su Prólogo al Diccionario Clave que “cuando al Che Guevara le dieron a probar la primera gaseosa que se hizo en Cuba para sustituir el refresco del Cuba Libre, dijo sin vacilar ante las cámaras de televisión: ‘Sabe a cucaracha’. Más tarde, en privado, fue más explícito: ‘Sabe a mierda’. ¿Cuántas veces hemos tomado un café que sabe a ventana, un pan que sabe a baúl, un arroz que sabe a solapa y una sopa que sabe a máquina de coser? Un amigo probó en un restaurante unos espléndidos riñones al jerez, y dijo, suspirando, ‘¡Sabe a mujer!’. En un ardiente verano de Roma tomé un helado que no me dejó la menor duda: sabía a Mozart”.
Si la cocina cambia, evoluciona, se diversifica, los textos que hablan de ella deben hacer lo mismo. No podemos escribir sobre un platillo que tiene toda una historia a cuestas y horas de ardiente trabajo, como si se tratara de motores y horóscopos, donde lo que cuenta es la información y no el cómo de la misma. No debemos, como indicaba Sumito Estévez en un artículo hace unas semanas, seguir describiendo nuestros platos más esenciales con palabras pobres, dadas a la vergüenza étnica, tal como se hace con la hallaca. Quienes practicamos el oficio de escribir sobre el saboreo, no podemos sazonar con ligereza, incurrir en horrores gramaticales, enumeraciones domingueras, premuras blogueras, ignorancias premeditadas, lecturas de aeropuerto. No porque todos escribamos desde niños, podemos escribir sobre cocina; no porque todos comamos desde el vientre, podemos relatar un platillo. La lengua es portadora de una tradición. Maltratarla e ignorarla es, además de negligencia e irresponsabilidad, una oportunidad perdida.
La cocina y la poesía amasan semejantes coartadas: olores, sabores, colores, texturas, emociones, sonidos, memorias. Ambas solo pueden degustarse en el punto exacto de cocción que requieren las palabras, en el sencillo esplendor que las aleja del infortunio cotidiano.
La versatilidad de la revista Cocina y Vino permitía jugar con la volátil materia del lenguaje. Ya entonces hacía yo calistenia en las alacenas de la poesía y vivía reahogada entre novelas, crónicas y versos. Intuía, sin demasiada precisión, que la fuente de las palabras anheladas no se hallaba en el discurso de los cocineros ni en la intuición periodística, sino en la lectura de majestuosos párrafos que indagaran en los misterios del relámpago, el fuego de las paciencias, la magdalena que se deshace en busca del tiempo perdido. Desde antes de aquellos días carezco de certezas, pero sabía ya que no podía escribir sobre gastronomía con el mismo sustento metafórico de artículos de política, farándula e incluso arte y literatura. Intuía que la cocina exige un léxico propio, un proceso que transforme la lengua en todos sus aspectos y arroje nuevas construcciones que no irrespeten sus estructuras morfológicas.
De haber propuesto esta ponencia en un evento literario o lingüístico, habría comenzado explicando asuntos patidifusos como que en el procedimiento de creación de palabras exige un vistazo a la composición, la derivación, la parasíntesis y la acronimia. Pero de eso poco entiendo y solo me importa el proceso creativo que permite tamizar ciertas formalidades y espesar el disfrute sensual de la palabra.
El ejercicio lingüístico consiste en desentrañar el lenguaje, y como dice Unamuno, “desentrañarlo es rehacerlo, renovarlo, recrearlo”. El lenguaje asociado a la gastronomía, con más razón, debe rehacerse a partir de vocablos apetecibles que describan a la vez que insisten en los más íntimos recodos de la cultura. Me gusta recordar la magnífica aproximación que hace al menú el filósofo francés Michael Onfray cuando dice que uno de sus misterios radica en su poética y que su título “vela, devela, oculta, muestra, deja adivinar o suponer las operaciones y artificios que permitieron el pasaje del producto natural a su presentación cultural”
Mi propuesta —nada inédita, por cierto— es dejar que la poesía se apodere serenamente de las crónicas gastronómicas. Permitir que cierta libertad reordene el modo cómo se describe un plato, el quehacer de un chef o el ámbito de un restaurante. Propiciar que el lenguaje no sea atadura ni aflicción, que se haga tan rico como los ingredientes o los platillos que mostramos, tan lúdico como el proceso culinario.
No se trata de aportar creaciones léxicas sin sentido, de hacer de la crónica gastronómica lugar de vericuetos esteticistas, ni de recaer en lo que Manuel Vázquez Montalban llama la “arbitraria e hiperbólica adjetivación del gourmet”, tan reconocible entre quienes no saben qué decir y acuden a maromas discursivas para lucir inteligentísimos y conocedores de las lides del fogón o el vino. Propongo, en todo caso, actualizar palabras, aceptar la aparición de “otras” palabras asociadas a la coquinaria. Onfray indica que la gastronomía es “una cuestión estética y filosófica: la cocina remite a las bellas artes, a las prácticas culturales de una civilización y de una época”. Habría que potenciar nuestra lengua a través del delicioso repertorio de vocablos que reposan en los diccionarios para ser relamidos a través de la intuición y la creatividad. No solo ha de buscarse en el sabihondo Diccionario de la Real Academia Español, sino también en otros —incluso más divertidos— como los de sinónimos y antónimos, de ideas a fines, etimológicos y hasta analógicos conceptuales.
Gabriel García Márquez, a sabiendas de que los sabores, los sonidos y los olores contribuyen al esplendor de una lengua, cuenta en su Prólogo al Diccionario Clave que “cuando al Che Guevara le dieron a probar la primera gaseosa que se hizo en Cuba para sustituir el refresco del Cuba Libre, dijo sin vacilar ante las cámaras de televisión: ‘Sabe a cucaracha’. Más tarde, en privado, fue más explícito: ‘Sabe a mierda’. ¿Cuántas veces hemos tomado un café que sabe a ventana, un pan que sabe a baúl, un arroz que sabe a solapa y una sopa que sabe a máquina de coser? Un amigo probó en un restaurante unos espléndidos riñones al jerez, y dijo, suspirando, ‘¡Sabe a mujer!’. En un ardiente verano de Roma tomé un helado que no me dejó la menor duda: sabía a Mozart”.
Si la cocina cambia, evoluciona, se diversifica, los textos que hablan de ella deben hacer lo mismo. No podemos escribir sobre un platillo que tiene toda una historia a cuestas y horas de ardiente trabajo, como si se tratara de motores y horóscopos, donde lo que cuenta es la información y no el cómo de la misma. No debemos, como indicaba Sumito Estévez en un artículo hace unas semanas, seguir describiendo nuestros platos más esenciales con palabras pobres, dadas a la vergüenza étnica, tal como se hace con la hallaca. Quienes practicamos el oficio de escribir sobre el saboreo, no podemos sazonar con ligereza, incurrir en horrores gramaticales, enumeraciones domingueras, premuras blogueras, ignorancias premeditadas, lecturas de aeropuerto. No porque todos escribamos desde niños, podemos escribir sobre cocina; no porque todos comamos desde el vientre, podemos relatar un platillo. La lengua es portadora de una tradición. Maltratarla e ignorarla es, además de negligencia e irresponsabilidad, una oportunidad perdida.
La cocina y la poesía amasan semejantes coartadas: olores, sabores, colores, texturas, emociones, sonidos, memorias. Ambas solo pueden degustarse en el punto exacto de cocción que requieren las palabras, en el sencillo esplendor que las aleja del infortunio cotidiano.
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