La angustia de los viajes
obliga a escuchar más de lo debido,
a solicitar compulsivamente datos,
cifras, nombres, rastros, salidas de emergencia.
La conseja colectiva asumía
que a Recoleta, San Telmo y La Boca
solo debía irse un domingo,
por aquello de lo pintoresco, los artesanos,
el gentío que supuestamente acompaña
y dignifica la sensación de ser turista.
Y caso hicimos...
El primer domingo fuimos directo a Recoleta. Nos vigilaba un solazo imprevisto tras la ola polar de días anteriores. Fuimos directo al Cementerio en busca de tumbas de famosos: también aventuras necrológicas había en los planes. Me hice fotos junto al panteón de los Casares, en cuyo fondo debe estar Adolfo Bioy. Luego vimos varias estupendas exposiciones de fotografía en el Centro Cultural (que formaban parte del Festival de la luz) y cuando el hambre nos arrastraba fuimos en pos de la recomendación de una grata pareja de odontólogos —él colombiano, ella argentina— junto a quienes habíamos hecho eterna fila en el mercado Carrefour la noche anterior.
Llegamos a Clark's dispuestos a ofrendarnos la primera gran comilona del viaje. Carne, mucha carne. Eso queríamos. Y el primer vino serio. El lugar, grato, tenía la referencial magia de haber sido uno de los restaurantes del célebre Alberto “Gato” Dumás. Pero resultó casi un desastre. Una decepción de la que tuvimos toda la culpa. Por no preguntar, por andar de turistas-casi-japoneses, pedimos la infaltable Parrilla argentina, cuando en realidad lo que anhelábamos era un buen lomo, sin grasa, ni morcillas, ni chorizos, ni riñones, ni chinchulines. Aprendimos rápidamente que el Bife de chorizo era exactamente lo que no nos gustaba: carne jugosa del costillar pero con una tira de grasa desagradable que deja poco a los dientes. Total, para ser el primer día igual no estuvo mal y teníamos la certeza de haber cargado con varias docenas de Enno.
Otro domingo...
Llegado el siguiente domingo, quedaba La Boca y San Telmo. La Boca se salva por la Fundación Proa, bello edificio con hermosa terraza, librería y en estos momentos una insípida exposición titulada “Imán: Nueva York”, de artistas argentinos que en los años sesenta vivieron, crearon o interactuaron con la movida artística de la Gran Manzana. Y digo por fortuna porque el impepinable Caminito me resultó excesivamente turístico, algo falso, con poco que envidiar a la barriada de Santa Lucía en Maracaibo. Eso sumado a las advertencias de su alta peligrosidad. Huimos.
Al bajarnos en San Telmo había hambre y queríamos de nuevo carne. Por fin una auténtica carne porteña. Un taxista nos había insistido en que fuéramos a El desnivel —bueno, bonito y barato— y tan ciertas parecían sus bondades, que la cola para tomar una mesa era insoportable. Huimos. Nos adentramos dos minutos después en el primer lugar que nos topamos. Cuando logramos deshacernos de abrigos y agobios, nos dimos cuenta de que era horrendo, que no nos atendían, que la carta ofrecía un solo tipo de carne. Recordé que cargaba conmigo la lista de restaurantes amablemente recomendados por Ileana Matos, Sumito Estévez y Omar Pereney. Y apelamos desesperados a ella. Por suerte el primer restaurante del listín de Sumito quedaba exactamente a la vuelta de la esquina. Y como de mejores lugares me he ido en esta vida, nos levantamos sin vergüenza alguna.
Así llegamos al paraíso: La Brigada (Estados Unidos, 465, justo frente al maravilloso mercado de San Telmo), un restaurante de parrilla elegante, con carta de vinos, ensaladas, familiones de rostro apacible y todos los cortes de carne habidos y por haber. Ahí sí que comimos como los dioses, nos dimos el lujo de un Malbec de la bodega Catena Zapata —servido en bello decantador—, sendos lomitos con papas fritas y una cremosa ensalada Waldorf. Mi carne fue solicitada expresamente “roja, muy roja, sangrante, que haga muuuuu”. Eso para que me entendieran, porque a los argentinos se les da por paladear carnes muy cocidas para mi gusto y mi papá, francés como es, me enseñó que se come casi cruda. Y así me la sirvieron. Perfecta. Estuvimos horas allí, disfrutando de la única comida de ultralujo de todo el viaje. Agradecimos de todo corazón la recomendación de Sumito y por él brindamos un par de veces. Días después, contamos a alguien cercano a Estévez sobre aquella tarde maravillosa, pero rápidamente peló los ojos y nos dijo: “cómo se les ocurre hacerle caso a Sumito, ese es uno de los restaurantes más caros de Buenos Aires, pero sin duda el mejor”. Reímos sin arrepentimientos.
Solo volvimos a comer carne un par de veces más en pequeños restaurantes de Santa Fe, sin ínfulas ni decantadores, pero advirtiendo que por los vientos —podridos y de carencia— que soplan en Venezuela, pudiesen ser aquellas las últimas buenas carnes que comiéramos en mucho tiempo. Ojalá que no.
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