Querido Gianfranco:
En el año 2002 perdí a un amigo de la adolescencia por importunar su dorado exilio canadiense contándole sobre las calamidades que estábamos pasando los venezolanos en medio del paro petrolero. Dijo que yo jugaba a victimizarme, nos insultamos y todo acabó. Por eso temo correr semejante peligro al contarte lo que significa hacer hoy mercado en Venezuela para una familia de tres personas, clase media bastante baja. Tu eres chef y rápidamente podrás comprender que si esto pasa en mi pequeña vida cotidiana, los restaurantes venezolanos se las deben estar viendo negras para mantener su menú.
El tema de hacer mercado comienza con la sensación de que me espera un día perdido. Lo primero es acudir al automercado más cercano. Hay otros mejores, con más surtido —igual no se consigue todo en un solo lugar jamás—, pero mi pírrico sueldo no me lo permite. Voy, sólo por cercanía, al automercado Plazas del Centro Comercial Los Cedros, un local donde el aire acondicionado funciona mal y por tanto la tarea se vuelve aún más engorrosa, amén de que los productos sufren las consecuencias.
Empiezo por el área de verduras, hortalizas y frutas. Los tomates están ubicados en una suerte de inalcanzable pirámide que obliga a tomar los frutos más superficiales, siempre pequeños y por lo general en peor estado que los que no pueden agarrarse ante el riesgo de que todo vaya al suelo. Las bolsas plásticas disponibles son muy pequeñas, pero eso ya no me molesta, igual solo puedo tomar para la semana unos 8 tomates, 6 papas, 4 cebollas, 1 aguacate, 2 remolachas, 3 berenjenas, 3 cabezas de ajo. La acelga, espinaca, lechugas, cilantro y otros verdores están casi siempre marchitos, pero “es lo que hay”, me digo con amargura.
En ese automercado compro además papel de baño y de cocina cuando hay, Mayonesa pocas veces tienen y debo llevar el aceite que esté disponible, aunque sea el más barato y malo. Aceite, azúcar, leche y café son una suerte de rara joya de la que sólo permiten llevar cantidades concretas (1 kilo de azúcar y 4 litros de leche de larga duración por persona, nunca la hay fresca). Lo mismo ocurre con la Harina Pan.
Todo lo que me falta debo buscarlo en Mi negocio, un abasto que fue creciendo hasta adquirir rostro e ínfulas de supermercado, donde los precios son a mi juicio desmesurados. Pero allí siempre hay queso fresco, jugo de naranja, helado, miel, yogurt light y el queso de cabra de mis bellas amigas de Anake.
Las frutas las compro en un camión estacionado en la calle paralela a la que vivo. Hay que llegar temprano. Allí mismo, en la esquina, se para a veces un camión con pescado y otro con quesos. Parte de surtimiento se hace en puestos callejeros, en medio de un caos urbano que se entiende como natural y necesario ante la ausencia —al menos en mi zona— de pequeños abastos o bodegas donde adquirir aquello que en la semana se consume más velozmente. Por otra parte, las dificultades de distribución de alimentos en el país nos vende la falacia de que en el camión todo está más fresco y que hasta puede ser más económico.
Los productos de limpieza los busco en un lugar donde los venden al por mayor y los precios son considerablemente distintos a los de los automercados.
La compra de pollo y carne me obliga a ir a dos sitios distintos.
El pescado es mucho más costoso que las carnes. Cuando acabo de cobrar mi quincena compro unos pocos filetes en Fresh Fish, paraíso oneroso pero de calidad insuperable. La mayoría de las veces debo hacer el esfuerzo de ir el domingo en la mañana al Guaicaipuro, mercado popular en el que pronto comenzaré a hacer todas mis compras. Y no lo digo con absoluto desaliento. Sólo que implica un esfuerzo físico tremendo, hay que llevar todo el dinero en efectivo, en días pesados puede haber un gentío. No quiero sonar pretenciosa, pues adoro la vida de los mercados populares, pero tener que hacer la compra allí semanalmente no puedo sino experimentarlo cono una clara desmejora de mi calidad de vida, pues no es una escogencia sino una imposición.
¿Productos gourmet? Esos son de rara ocasión celebratoria. Pero tampoco los adquiero en el automercado del comienzo de la terrible jornada. El vino allí está siempre de pie y jamás hay un queso refinado. Voy entonces a Licores Mundiales en Las Mercedes y en contadísimas ocasiones al Rey David, expendio de delicatessen de todo tipo. Adoro el salmón ahumado, compro 100 gramos como ofrenda de raros viernes.
Ya de camino a casa, paso por una panadería que me resuelve lo que aún sigue faltándome: algún queso, pan fresco, mantequilla, este último producto inencontrable.
Cabe recordar que a veces me excedo del presupuesto predeterminado para la compra cuando aparece un producto que no había visto en semanas. Entonces me emociono y compro dos para tenerlos guardados. Craso error, eso va sumando.
Después de haber recorrido una inmensa zona y haber comprado en al menos media docena de lugares, son más de las dos de la tarde. Estoy sudada, agotada. Me siento miserable, humillada, asqueada, impotente. Me siento a merced de un gobierno castigador, que no le importa la gente, que sublima la pobreza, empeñado en destruir, en mantenernos pisoteados, desmoralizados, deprimidos.
Justamente hoy aparece en el diario El Nacional un artículo que viene a dedillo a mi rosario de quejas, titulado La inflación mantiene surtidos a los supermercados y que da cuenta de un estudio realizado por la empresa consultora GS1 que indica que los consumidores compran menos porque no pueden pagar lo que cuesta la mayoría de los productos y porque en los anaqueles hay menor rotación. Señala la nota firmada por Katiuska Hernández: “El promedio de faltante de productos en estantes es de 35,8%, el porcentaje más bajo en los últimos 4 años. En 2007 registró 49,8%. La disponibilidad de lo que se exhibe en establecimientos es de 64,2%. Si no encuentra un producto determinado en el local al que fue a comprar 52,5% de los consumidores decide acudir a otro y, de este porcentaje, la mayoría opta por una cadena distinta a la que acudió inicialmente, pues supone que las fallas se presentan en todas las sucursales”. La nota termina con tristes estadísticas: “En la región latinoamericana el mayor índice de faltante de productos en los anaqueles de los supermercados lo tiene Venezuela, seguido de 17,4% de Republica Dominicana, 7,6% en Argentina y 5,1% en El Salvador”.
Querido amigo: mi experiencia no refleja la totalidad de la sociedad, se sabe. Hay gente que en un solo viaje a un supermercado llena su nevera; hay gente humilde que ni siquiera va a las grandes cadenas y compra día a día lo que necesita para comer.
(Mientras escribo este post, ha habido dos bajones de electricidad y la computadora se me ha apagado haciendo caso omiso al regulador de voltaje. Esta es la tercera versión de un texto que, aunque fui salvando, perdió trozos con cada apagón, como creo que lo hace a diario mi alma, harta de que todo sea tan difícil aquí).
El tema de hacer mercado comienza con la sensación de que me espera un día perdido. Lo primero es acudir al automercado más cercano. Hay otros mejores, con más surtido —igual no se consigue todo en un solo lugar jamás—, pero mi pírrico sueldo no me lo permite. Voy, sólo por cercanía, al automercado Plazas del Centro Comercial Los Cedros, un local donde el aire acondicionado funciona mal y por tanto la tarea se vuelve aún más engorrosa, amén de que los productos sufren las consecuencias.
Empiezo por el área de verduras, hortalizas y frutas. Los tomates están ubicados en una suerte de inalcanzable pirámide que obliga a tomar los frutos más superficiales, siempre pequeños y por lo general en peor estado que los que no pueden agarrarse ante el riesgo de que todo vaya al suelo. Las bolsas plásticas disponibles son muy pequeñas, pero eso ya no me molesta, igual solo puedo tomar para la semana unos 8 tomates, 6 papas, 4 cebollas, 1 aguacate, 2 remolachas, 3 berenjenas, 3 cabezas de ajo. La acelga, espinaca, lechugas, cilantro y otros verdores están casi siempre marchitos, pero “es lo que hay”, me digo con amargura.
En ese automercado compro además papel de baño y de cocina cuando hay, Mayonesa pocas veces tienen y debo llevar el aceite que esté disponible, aunque sea el más barato y malo. Aceite, azúcar, leche y café son una suerte de rara joya de la que sólo permiten llevar cantidades concretas (1 kilo de azúcar y 4 litros de leche de larga duración por persona, nunca la hay fresca). Lo mismo ocurre con la Harina Pan.
Todo lo que me falta debo buscarlo en Mi negocio, un abasto que fue creciendo hasta adquirir rostro e ínfulas de supermercado, donde los precios son a mi juicio desmesurados. Pero allí siempre hay queso fresco, jugo de naranja, helado, miel, yogurt light y el queso de cabra de mis bellas amigas de Anake.
Las frutas las compro en un camión estacionado en la calle paralela a la que vivo. Hay que llegar temprano. Allí mismo, en la esquina, se para a veces un camión con pescado y otro con quesos. Parte de surtimiento se hace en puestos callejeros, en medio de un caos urbano que se entiende como natural y necesario ante la ausencia —al menos en mi zona— de pequeños abastos o bodegas donde adquirir aquello que en la semana se consume más velozmente. Por otra parte, las dificultades de distribución de alimentos en el país nos vende la falacia de que en el camión todo está más fresco y que hasta puede ser más económico.
Los productos de limpieza los busco en un lugar donde los venden al por mayor y los precios son considerablemente distintos a los de los automercados.
La compra de pollo y carne me obliga a ir a dos sitios distintos.
El pescado es mucho más costoso que las carnes. Cuando acabo de cobrar mi quincena compro unos pocos filetes en Fresh Fish, paraíso oneroso pero de calidad insuperable. La mayoría de las veces debo hacer el esfuerzo de ir el domingo en la mañana al Guaicaipuro, mercado popular en el que pronto comenzaré a hacer todas mis compras. Y no lo digo con absoluto desaliento. Sólo que implica un esfuerzo físico tremendo, hay que llevar todo el dinero en efectivo, en días pesados puede haber un gentío. No quiero sonar pretenciosa, pues adoro la vida de los mercados populares, pero tener que hacer la compra allí semanalmente no puedo sino experimentarlo cono una clara desmejora de mi calidad de vida, pues no es una escogencia sino una imposición.
¿Productos gourmet? Esos son de rara ocasión celebratoria. Pero tampoco los adquiero en el automercado del comienzo de la terrible jornada. El vino allí está siempre de pie y jamás hay un queso refinado. Voy entonces a Licores Mundiales en Las Mercedes y en contadísimas ocasiones al Rey David, expendio de delicatessen de todo tipo. Adoro el salmón ahumado, compro 100 gramos como ofrenda de raros viernes.
Ya de camino a casa, paso por una panadería que me resuelve lo que aún sigue faltándome: algún queso, pan fresco, mantequilla, este último producto inencontrable.
Cabe recordar que a veces me excedo del presupuesto predeterminado para la compra cuando aparece un producto que no había visto en semanas. Entonces me emociono y compro dos para tenerlos guardados. Craso error, eso va sumando.
Después de haber recorrido una inmensa zona y haber comprado en al menos media docena de lugares, son más de las dos de la tarde. Estoy sudada, agotada. Me siento miserable, humillada, asqueada, impotente. Me siento a merced de un gobierno castigador, que no le importa la gente, que sublima la pobreza, empeñado en destruir, en mantenernos pisoteados, desmoralizados, deprimidos.
Justamente hoy aparece en el diario El Nacional un artículo que viene a dedillo a mi rosario de quejas, titulado La inflación mantiene surtidos a los supermercados y que da cuenta de un estudio realizado por la empresa consultora GS1 que indica que los consumidores compran menos porque no pueden pagar lo que cuesta la mayoría de los productos y porque en los anaqueles hay menor rotación. Señala la nota firmada por Katiuska Hernández: “El promedio de faltante de productos en estantes es de 35,8%, el porcentaje más bajo en los últimos 4 años. En 2007 registró 49,8%. La disponibilidad de lo que se exhibe en establecimientos es de 64,2%. Si no encuentra un producto determinado en el local al que fue a comprar 52,5% de los consumidores decide acudir a otro y, de este porcentaje, la mayoría opta por una cadena distinta a la que acudió inicialmente, pues supone que las fallas se presentan en todas las sucursales”. La nota termina con tristes estadísticas: “En la región latinoamericana el mayor índice de faltante de productos en los anaqueles de los supermercados lo tiene Venezuela, seguido de 17,4% de Republica Dominicana, 7,6% en Argentina y 5,1% en El Salvador”.
Querido amigo: mi experiencia no refleja la totalidad de la sociedad, se sabe. Hay gente que en un solo viaje a un supermercado llena su nevera; hay gente humilde que ni siquiera va a las grandes cadenas y compra día a día lo que necesita para comer.
(Mientras escribo este post, ha habido dos bajones de electricidad y la computadora se me ha apagado haciendo caso omiso al regulador de voltaje. Esta es la tercera versión de un texto que, aunque fui salvando, perdió trozos con cada apagón, como creo que lo hace a diario mi alma, harta de que todo sea tan difícil aquí).
3 comentarios:
qué texto tan exacto, tan exato...
gracias jacqueline. una se siente muy sola en estos avatares
qué texto tan exacto, tan exacto...
gracias jacqueline. una se siente muy sola en estos avatares
me faltó una c
SU TEXTO AMIGA ES TAN CERCANO A LO QUE COTIDIANO VIVIMOS. CIERTAMENTE ES UN BATALLAR COTIDIANO. UNA EXPECTATIVA TERRIBLE Y AZAROSA. UNO SE DISPONE, INVOCA FORTALEZAS PERO ES SUPERIOR EL ESFUERZO.
PUEDES ESTAR EN CUALQUIER PARTE DEL PAIS Y ES TREMENDAMENTE FRUSTRANTE EL TIEMPO PERDIDO EN COLAS, EN LA BUSQUEDA DE LO NECESARIO.
TIEMPO QUE RESTAMOS DEL DESCANSO, DEL COMPARTIR Y DE LA ALEGRIA DE COCINAR.
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