A Adriana Morán,
que nos acompañó de Buenos Aires a La Plata para ver esta casa
que nos acompañó de Buenos Aires a La Plata para ver esta casa
Anoche vi una película argentina maravillosa, muy premiada ya, apenas estrenada en septiembre del año pasado: El hombre de al lado, dirigida por la dupla Gastón Duprat y Mariano Cohn, con guión de Andrés Duprat. Los protagonistas son Rafael Spregelburd y Daniel Aráoz.
La cinta está ambientada en la Casa Curutchet, ubicada en la ciudad de La Plata, la única que diseñara en América Latina el célebre arquitecto Le Corbusier. En aquella quinta maravillosa, de rampas y paredes blancas, se desencadena una tragedia que, no por casualidad, tiene como origen la necesitad del vecino, Víctor, de “una rayitos de sol”, tema que obsesionaba a Le Corbusier.
El propietario de la célebre casa, Leonardo, es un diseñador amargado, prestigioso, culto, refinado, al que detestan su esposa y su hija, y que enloquece ante la construcción de la ventana que taladra su privacidad, su cordura y luego su destino.
En algún momento, entre las muchas e irónicas reconciliaciones que intentan los personajes con el único propósito de defender y desaparecer el boquete abierto en la medianera entre ambas casas, el vecino que despierta todas las miserias del propietario —ordinario, con cara de matón, medio sádico, artista que hace raras esculturas y performances a través de la ventana en construcción—, le pasa en un tobo un frasco con un escabeche de jabalí que dice haber preparado él mismo. Cuenta que mató al animal, que lo escuchó gritar, lo desolló y lo condimentó con mucho ajo. El propietario de la lujosa casa de Le Corbusier accede a probar con asco aquella preparación, cuya receta es el sonido que acompaña a los créditos finales y que posee muchos significados dada la violencia del jabalí, su carne prohibida, su rareza en aquella disputa por un poco de sol.
La cinta está ambientada en la Casa Curutchet, ubicada en la ciudad de La Plata, la única que diseñara en América Latina el célebre arquitecto Le Corbusier. En aquella quinta maravillosa, de rampas y paredes blancas, se desencadena una tragedia que, no por casualidad, tiene como origen la necesitad del vecino, Víctor, de “una rayitos de sol”, tema que obsesionaba a Le Corbusier.
El propietario de la célebre casa, Leonardo, es un diseñador amargado, prestigioso, culto, refinado, al que detestan su esposa y su hija, y que enloquece ante la construcción de la ventana que taladra su privacidad, su cordura y luego su destino.
En algún momento, entre las muchas e irónicas reconciliaciones que intentan los personajes con el único propósito de defender y desaparecer el boquete abierto en la medianera entre ambas casas, el vecino que despierta todas las miserias del propietario —ordinario, con cara de matón, medio sádico, artista que hace raras esculturas y performances a través de la ventana en construcción—, le pasa en un tobo un frasco con un escabeche de jabalí que dice haber preparado él mismo. Cuenta que mató al animal, que lo escuchó gritar, lo desolló y lo condimentó con mucho ajo. El propietario de la lujosa casa de Le Corbusier accede a probar con asco aquella preparación, cuya receta es el sonido que acompaña a los créditos finales y que posee muchos significados dada la violencia del jabalí, su carne prohibida, su rareza en aquella disputa por un poco de sol.
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