No podía faltar el Café Tortoni en nuestro recorrido, paradigma porteño —es el más antiguo de Argentina— fundado en 1858 por un inmigrante francés apellidado Touan que tomó el nombre de un establecimiento del Boulevard des Italiens, en el que se reunía la élite de la cultura parisina del siglo XIX.
Una mañana nos levantamos y dije sin pensar demasiado: “desayunemos facturas y chocolate en el Café Tortoni”. Y eso hicimos. Lo que no suponía era que hubiese cola para entrar —mi país me ha hecho aborrecer e incomprender el sentido real de una fila—. Un amabilísimo caballero tomó nota de que éramos tres y esperamos mucho menos de los veinte minutos con que nos había amenazado. Mientras aguardábamos, en plena Avenida de Mayo, mis ilusiones iban desmoronándose. Suponía que adentro habría un gentío, que nos atenderían con excesiva premura, que habría que comer y salir corriendo, que una vez más había caído en las garras de las ficción del turismo globalizado.
Una mañana nos levantamos y dije sin pensar demasiado: “desayunemos facturas y chocolate en el Café Tortoni”. Y eso hicimos. Lo que no suponía era que hubiese cola para entrar —mi país me ha hecho aborrecer e incomprender el sentido real de una fila—. Un amabilísimo caballero tomó nota de que éramos tres y esperamos mucho menos de los veinte minutos con que nos había amenazado. Mientras aguardábamos, en plena Avenida de Mayo, mis ilusiones iban desmoronándose. Suponía que adentro habría un gentío, que nos atenderían con excesiva premura, que habría que comer y salir corriendo, que una vez más había caído en las garras de las ficción del turismo globalizado.
Al entrar me volvió el alma al cuerpo. No entendí porqué la espera, había varias mesas vacías —las mismas de roble y mármol de sus orígenes— y un ambiente distendido que habla de una dignidad legendaria, una elegancia sostenida desde la tradición y el respeto al espacio, el público y el sagrado acto de comer. Un mesonero me explicó que no permitían entrar a lo comensales hasta tanto su mesa asignada estuviese recogida y limpia. Con razón se reunía allí la crema y nata de la intelectualidad argentina y foránea: Alfonsina Storni, Benito Quinquela Martín, Carlos Gardel, Baldomero Fernández Moreno, Luigi Pirandello, Federico García Lorca y Arturo Rubinstein entre otros.
Comimos exactamente lo que iba soñando: medias lunas, churros y chocolate caliente. Nadie nos apuró ni impidió tomar fotos y pasear por el local, con sus varios salones destinados aún a actividades literarias y musicales.
En el Salón César Tiempo (también llamado La Peluquería) hallamos sobre una mesita el siguiente poema de Osvaldo Rossler que bien describe lo que debió ser para muchos un envidiable rato de escritura en el Tortoni:
Comimos exactamente lo que iba soñando: medias lunas, churros y chocolate caliente. Nadie nos apuró ni impidió tomar fotos y pasear por el local, con sus varios salones destinados aún a actividades literarias y musicales.
En el Salón César Tiempo (también llamado La Peluquería) hallamos sobre una mesita el siguiente poema de Osvaldo Rossler que bien describe lo que debió ser para muchos un envidiable rato de escritura en el Tortoni:
Escribo desde un bar, desde una mesa
con tajos, quemaduras,
manchas de suciedad antigua.
Es una mesa de madera,
es una mesa de silencio,
es una mesa hecha de tablas,
con paciencia, con tedio, con rutina,
es una mesa y también
un estado del alma,
es un apoyo más, es un soporte
donde puedo volcar y descansar
del peso de mi cuerpo, los dos brazos,
donde puedo escribir
en medio de la gente, lo de siempre.
1 comentario:
Hermoso!
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