para Textos en su tinta
(…) Y digo Sefarad, porque si bien es cierto que la presencia judía en España es hoy en día modesta –por decirlo con un eufemismo–, el legado sefardita en la cultura española, en cambio, es inmenso. Desde los hábitos culinarios hasta la callada presencia, en tantas ciudades y pueblos de la Península, de las viejas juderías.
Sobre lo primero, es notable el hecho de que los españoles hayan acabado –sin en su mayoría ser conscientes de ello– adoptando la costumbre de cocinar con aceite de oliva. Un hábito, conviene recordarlo, que en las épocas más oscuras de persecución de los conversos, bastaba para llevar al que lo practicaba a las mazmorras y hogueras del Santo Oficio, por ser indicio infalible de “judaizar”.
Respecto de lo segundo, basta con pasear por lo que ha quedado de las grandes juderías españolas, repartidas en toda la geografía peninsular (salvo, eso sí, en el País Vasco, sui generis también en esto): de Hervás a Jaén, de Monforte de Lemos a Cáceres, de Toledo a Palma, de Córdoba a Gerona… para comprender el arraigo del judaísmo en España y la honda y visible huella, a pesar de la expulsión y las persecuciones y violencias, dejada por los judíos en la que fue su patria adorada.
Pero hay más: la literatura española sencillamente no se entiende sin el aporte de los judíos, primero, y después de los forzados y esforzados conversos españoles. Con toda razón señalaba Américo Castro la pervivencia del enfrentamiento, en la literatura española medieval, entre una tradición tocinófila y otra tocinófoba; es decir, la llamativa presencia de una divisoria clara, en las recurrentes referencias alimenticias y culinarias en textos literarios de la época, entre denodados paladines de la dieta “cristiano-vieja”, y aquellos otros autores que, esforzándose por hacer ver que se sometían a sus preceptos, no dejaban de sugerir, con irónica sutileza, su detestación del cerdo y sus derivados, y en algunos casos, aun hacían alarde de ello. Con el fino humor que lo caracterizaba, hablaba don Américo de “un sentido histórico-literario del jamón y del tocino” en la literatura española.
Sobre lo primero, es notable el hecho de que los españoles hayan acabado –sin en su mayoría ser conscientes de ello– adoptando la costumbre de cocinar con aceite de oliva. Un hábito, conviene recordarlo, que en las épocas más oscuras de persecución de los conversos, bastaba para llevar al que lo practicaba a las mazmorras y hogueras del Santo Oficio, por ser indicio infalible de “judaizar”.
Respecto de lo segundo, basta con pasear por lo que ha quedado de las grandes juderías españolas, repartidas en toda la geografía peninsular (salvo, eso sí, en el País Vasco, sui generis también en esto): de Hervás a Jaén, de Monforte de Lemos a Cáceres, de Toledo a Palma, de Córdoba a Gerona… para comprender el arraigo del judaísmo en España y la honda y visible huella, a pesar de la expulsión y las persecuciones y violencias, dejada por los judíos en la que fue su patria adorada.
Pero hay más: la literatura española sencillamente no se entiende sin el aporte de los judíos, primero, y después de los forzados y esforzados conversos españoles. Con toda razón señalaba Américo Castro la pervivencia del enfrentamiento, en la literatura española medieval, entre una tradición tocinófila y otra tocinófoba; es decir, la llamativa presencia de una divisoria clara, en las recurrentes referencias alimenticias y culinarias en textos literarios de la época, entre denodados paladines de la dieta “cristiano-vieja”, y aquellos otros autores que, esforzándose por hacer ver que se sometían a sus preceptos, no dejaban de sugerir, con irónica sutileza, su detestación del cerdo y sus derivados, y en algunos casos, aun hacían alarde de ello. Con el fino humor que lo caracterizaba, hablaba don Américo de “un sentido histórico-literario del jamón y del tocino” en la literatura española.
(…) Pero el ejemplo más espectacular de pervivencia del sentir judío en España, oculto tras el obligatorio disfraz de la alusión preventiva, lo encontramos nada menos que en la segunda frase de la primera entrega de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha.
Después del célebre comienzo –“En lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor” – nos aclara Cervantes lo parco del patrimonio del hidalgo, para hacer lo cual detalla su régimen alimenticio: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.”
Hasta una fecha reciente, ese duelos y quebrantos que constituía la dieta sabatina del hidalgo manchego, era considerado meramente alusivo a un plato popular en Castilla: un revoltillo de huevo con chorizo y tocino de cerdo. ¿Qué puede haber más alejado de las costumbres culinarias judías, y qué, para un judío, más condenable que este plato, dadas las prohibiciones alimentarias de rigor entre los suyos? Los filólogos solían, si acaso, señalar que la mención a este plato, ya desde el inicio mismo del Quijote, era una suerte de maniobra preventiva, aplicada a conciencia por el descendiente de conversos que era Cervantes. Lo que sin duda es una lectura acertada. Pero recientemente, gracias al rescate de la obra del converso cordobés Antón de Montoro (1404-1480), sastre de profesión y poeta a sus horas, ha sido posible afinarla un poco más.
Muchos de los poemas de Montoro –que pasaron a varios Cancioneros en el siglo XV- son puramente biográficos, y en ellos, además de asuntos familiares, alude continuamente a sus problemas alimenticios con la carne de cerdo. En uno de ellos, que dedica al corregidor de Córdoba “porque no halló en la carnecería sino tocino y hubo de comprar de él”, Montoro expresa lo que sin duda es el más comprobable origen de la expresión que da nombre al tremendo manjar, así como también de la célebre alusión en Cervantes:
He querido evocar esas imágenes y referencias sobre la prevalencia de la vida y el amor y la descendencia sobre la muerte, porque de ellas está impregnada toda la tradición judía. En cuanto a la lección sefardí, nos dice que más allá de la expulsión y la muerte y aun la conversión forzosa, Sefarad pervivió y pervive en la morada de España, plasmada hasta en los más íntimos hábitos culinarios de los españoles. Ay, si los Reyes Católicos o el habsburgués Carlos V pudieran levantar la cabeza y constataran que el Imperio que construyeron, tras la expulsión de los judíos de España, lleva consigo y transmite a todas las generaciones de hispanos, a ambos lados del Atlántico, en lo más íntimo de su lengua y su sensibilidad, la huella indeleble del pueblo judío...
Después del célebre comienzo –“En lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor” – nos aclara Cervantes lo parco del patrimonio del hidalgo, para hacer lo cual detalla su régimen alimenticio: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.”
Hasta una fecha reciente, ese duelos y quebrantos que constituía la dieta sabatina del hidalgo manchego, era considerado meramente alusivo a un plato popular en Castilla: un revoltillo de huevo con chorizo y tocino de cerdo. ¿Qué puede haber más alejado de las costumbres culinarias judías, y qué, para un judío, más condenable que este plato, dadas las prohibiciones alimentarias de rigor entre los suyos? Los filólogos solían, si acaso, señalar que la mención a este plato, ya desde el inicio mismo del Quijote, era una suerte de maniobra preventiva, aplicada a conciencia por el descendiente de conversos que era Cervantes. Lo que sin duda es una lectura acertada. Pero recientemente, gracias al rescate de la obra del converso cordobés Antón de Montoro (1404-1480), sastre de profesión y poeta a sus horas, ha sido posible afinarla un poco más.
Muchos de los poemas de Montoro –que pasaron a varios Cancioneros en el siglo XV- son puramente biográficos, y en ellos, además de asuntos familiares, alude continuamente a sus problemas alimenticios con la carne de cerdo. En uno de ellos, que dedica al corregidor de Córdoba “porque no halló en la carnecería sino tocino y hubo de comprar de él”, Montoro expresa lo que sin duda es el más comprobable origen de la expresión que da nombre al tremendo manjar, así como también de la célebre alusión en Cervantes:
Han dado los carniceros
causa de hacerme perjuro;
no hallando, por mis duelos,
con qué mi hambre matar,
hanme hecho quebrantar
la jura de mis abuelos.
causa de hacerme perjuro;
no hallando, por mis duelos,
con qué mi hambre matar,
hanme hecho quebrantar
la jura de mis abuelos.
He querido evocar esas imágenes y referencias sobre la prevalencia de la vida y el amor y la descendencia sobre la muerte, porque de ellas está impregnada toda la tradición judía. En cuanto a la lección sefardí, nos dice que más allá de la expulsión y la muerte y aun la conversión forzosa, Sefarad pervivió y pervive en la morada de España, plasmada hasta en los más íntimos hábitos culinarios de los españoles. Ay, si los Reyes Católicos o el habsburgués Carlos V pudieran levantar la cabeza y constataran que el Imperio que construyeron, tras la expulsión de los judíos de España, lleva consigo y transmite a todas las generaciones de hispanos, a ambos lados del Atlántico, en lo más íntimo de su lengua y su sensibilidad, la huella indeleble del pueblo judío...
(Estos fragmentos son parte de la presentación que hiciera Ana Nuño
del tercer tomo del libro Exilio a la vida,
el pasado 24 de marzo en la Union Israelita de Caracas
y cedidos especialmente para este Blog).
del tercer tomo del libro Exilio a la vida,
el pasado 24 de marzo en la Union Israelita de Caracas
y cedidos especialmente para este Blog).
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