El invitado sorpresa
de Grégoire Bouillier
¿Qué empujaría a un hombre con un bolsillo no muy holgado a gastarse un mes de alquiler en una botella de Margaux del 64 para agasajar a una desconocida? Por irónico que parezca, la desesperación. Una irreprimible necesidad de poner en orden las piezas de su pasado para recuperar la posibilidad de un futuro digno. El orgullo, que tantas cosas mueve en esta vida. O quizás, la importancia de la cumpleañera. ¿Y si la cumpleañera fuera una célebre “desconocida”?
Ese vino de nombradía es apenas un detalle que ilumina las páginas de El invitado sorpresa, la segunda novela del narrador parisino Grégoire Bouillier, editada en español por Mondadori en 2008. Un libro que atrae antes de hojearlo, con la frivolidad de un amor a primera vista, debido a su formato pequeño, de tapa dura, y su ilustración de portada: una hermosa botella de vino tinto. Uno de esos objetos que, movidos por quién sabe qué ansia interior, “devoramos con ojos”.
La historia arranca con la inesperada llamada telefónica que el protagonista recibe de su ex, quien reaparece cuatro años después de haberlo dejado para convidarlo a la fiesta de cumpleaños de una desconocida: la artista conceptual Sophie Calle. Víctima de sus cambiantes expectativas (en las que la Calle no pinta nada, pues este es el testimonio de una obsesión: la de un reencuentro amoroso vislumbrado en sueños y pesadillas), el hombre se prepara mentalmente para asistir como “invitado sorpresa” a una celebración en la que no puede presentarse con cualquier regalo:
“(…) Y yo no quería presentarme a aquella cena trayendo conmigo un regalo que no ilusionara más que el tiempo de quitarle el papel brillante y el lazo. Y de golpe comprendí por qué siempre envolvemos los regalos en nuestras sociedades: no para administrar el efecto de la sorpresa sino para disimular que se trata de una mentira y esa certeza nos atraviesa el pensamiento inevitablemente siempre que recibimos un regalo, sí, lo abrimos y por espacio de una fracción de segundo presentimos la superchería y nos roza el hastío y la tristeza y nos apresuramos a sonreír y a dar las gracias para mejor ocultar en lo más profundo de nuestro ser el pesar de que jamás se nos ofrezca algo inesperado en la existencia y esa ilusión siempre frustrada permanece incomprensible para nosotros mismos” (pp. 40-41).
El protagonista nos hace partícipes de sinsabores soterrados como éste. Pero también lo acompañamos cuando su desbordado optimismo roza el cielo y tememos que se despeñe de un momento a otro. Ansiamos que encuentre las explicaciones que necesita para apaciguar su inquietud y, como si se tratara de la nuestra, deseamos que su suerte tenga un giro feliz.
Lo que da cuerpo a este libro es un monólogo interior, conmovedor y disparatado a la vez; el borboteo de la esperanza y la incertidumbre de un ser humano a quien el abandono ha reducido a sus hábitos más elementales (como el escape de dormir por las tardes completamente vestido). Alguien que, aunque lo niegue, anhela reconstruirse junto a la persona a quien alguna vez amó y que, en cierto modo, ya no existe. Sin embargo, la suya no es una desesperación que huele a abatimiento. Con Bouillier comprobamos que la desesperación no es, en lo absoluto, desesperanza. Es lo más agudo de la esperanza. Una algidez metafísica, teñida de un humor sombrío, donde se encadenan las ideas más atroces por arte de una búsqueda del sentido.
Bouillier nos asegura que su historia es cierta y, como si hiciera falta certificarlo, al final del libro nos ofrece una foto de la dichosa botella de Margaux, suministrada por la propia Sophie Calle.
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