Fotos: Hernán Zamora
Ya conté hace unos días que el lunes de Carnaval me ofrendó una deliciosa visita a los Jardines Topotepuy, creados por Billy y Kathy Phelps (ver biografía) en los años cincuenta con la finalidad de ser un lugar de observación y preservación de la naturaleza.
Los Phelps realizaron más de 40 expediciones por Venezuela para completar la colección de pájaros iniciado por el padre de Billy, la más importante de Venezuela y Latinoamérica y probablemente la colección privada de pájaros más grande del mundo.
Esos jardines espléndidos, dadores de color, oxígeno y paz fue refugio de los Phelps durante largas temporadas y su huella está por doquier. Puede verse la primera casa que ocuparon en los terrenos, pequeña, de metal, como las que se subían a las altas montañas merideñas mientras se construía el teleférico. Casi un refugio. Más tarde hicieron otra ya con materiales y techos como los de los bohíos, donde el sosiego probablemente se mezcló en una que otra ocasión con fiestas y amigos.
De las cuatro hectáreas de ese oasis situado a 1.450 metros sobre el nivel del mar en los Guayabitos, una de ellas es un bosque nublado, con su variedad de plantas, grandes árboles y un verdor de infinitos matices. Y allí otra de las huellas de los Phelps que, amantes de la naturaleza, lo fueron también del reciclaje. Por eso la enorme zona en la que botellas de vidrio hacen las veces de brocal o bordillo que separa plantas de senderos. Son botellas de vino de muchos colores que permiten imaginar que alguna vez contuvieron maravillosos caldos del mundo entero, traídos quizá de largos viajes, regalos de gourmets amigos, adquiridas a lo largo de una vida de pasión. Una que otra de esas botellas es más ancha, obviamente de champaña.
Los Phelps realizaron más de 40 expediciones por Venezuela para completar la colección de pájaros iniciado por el padre de Billy, la más importante de Venezuela y Latinoamérica y probablemente la colección privada de pájaros más grande del mundo.
Esos jardines espléndidos, dadores de color, oxígeno y paz fue refugio de los Phelps durante largas temporadas y su huella está por doquier. Puede verse la primera casa que ocuparon en los terrenos, pequeña, de metal, como las que se subían a las altas montañas merideñas mientras se construía el teleférico. Casi un refugio. Más tarde hicieron otra ya con materiales y techos como los de los bohíos, donde el sosiego probablemente se mezcló en una que otra ocasión con fiestas y amigos.
De las cuatro hectáreas de ese oasis situado a 1.450 metros sobre el nivel del mar en los Guayabitos, una de ellas es un bosque nublado, con su variedad de plantas, grandes árboles y un verdor de infinitos matices. Y allí otra de las huellas de los Phelps que, amantes de la naturaleza, lo fueron también del reciclaje. Por eso la enorme zona en la que botellas de vidrio hacen las veces de brocal o bordillo que separa plantas de senderos. Son botellas de vino de muchos colores que permiten imaginar que alguna vez contuvieron maravillosos caldos del mundo entero, traídos quizá de largos viajes, regalos de gourmets amigos, adquiridas a lo largo de una vida de pasión. Una que otra de esas botellas es más ancha, obviamente de champaña.
Fascina la historia oculta de estas botellas, la que nunca sabremos, que hablaría de fiestas y disfrutes en silencio, de reflexiones y miradas extraviadas en paisajes del alma. Cada botella bebida guarda un secreto, el del vino disfrutado, pero también el de todo cuanto sucedió en torno a ella. No quedan etiquetas en las botellas de Topotepuy, no se ven los picos, sólo sus fondos y a partir de su profundidad y sus formas el juego de adivinar la historia que llevó a aquellos vinos de lejanos viñedos a ésta, su nueva eternidad boca abajo.
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