martes, 16 de noviembre de 2010

Panes y duelos

El 15 de diciembre de hace algunos años, murió mi tío. Era viernes, logré aterrizar a Maracaibo al caer la tarde, justo cuando empezaban a llegar a la funeraria familiares y conocidos con sus abrazos y puestas al día sobre la vida de cada quien. Por haber fallecido un viernes, las costumbres judías obligan a preparar al cadáver antes de que comience el Shabat, es decir, previo a que despunte la primera estrella. Y no hubo tiempo porque en toda Maracaibo no se halló una cava refrigeradora: ni en la morgue, ni en los hospitales, ni siquiera en la propia Funeraria del Zulia, la única en la que se realizan rituales funerarios judaicos. Por tanto mi tío debió permanecer hasta el anochecer del sábado bajo triviales bolsas de hielo. El funeral, el duelo y hasta las lágrimas fueron pospuestos. Imperaban los rigores de cierto desesperanzado humor, el cigarrillo, la espera inútil.
A medianoche nos echaron de la funeraria: el hampa ha trastornado hasta los horarios del adiós. Hambre era la respuesta a la angustia y el cansancio. Mi mamá, mi tía y yo —maracuchas todas— dijimos al unísono “Pan con queso”, mientras mi padre, francés con sesenta años en Venezuela, arrugó la cara, anhelando platillos más frondosos y humeantes. La obvia mayoría hizo que nos fuéramos a la Avenida Cecilio Acosta, donde en cada cuadra hay varios enormes trailers —muchas veces adheridos a muy formales locales comerciales— de Hamburguesas, Perros calientes, Arepas y Pan con queso. Su peculiaridad radica en que son “lugares”, espacios ganados a la aridez de la aceras, donde la comida callejera ha alcanzado tal nivel de sofisticación y dignidad, que hay mesas y sillas y estacionamiento y hasta sensación de seguridad.
Los cuatro pedimos Pan con queso, un tibio pan de perro caliente sin salchicha, relleno con muy fresco queso de mano y todos los ingredientes del popular hot dog criollo: papitas, repollo y desbordadas salsas. Nada hacía pensar que era ya de madrugada, el lugar estaba repleto de parejas fiesteando, muchachos extraviados en su inquietud, uno que otro taxista solitario. A los pocos minutos llegó un autobús del que bajó un enorme y escandaloso grupo de gaitas: venían de un toque, quizá iban a otro.
Maracaibo es surrealista, ya se sabe. Y nosotros, aquel diciembre, nos añadíamos a los recovecos de una noche más oscura que otras, que nos sumergía de golpe en los pequeños triunfos de esa vida que, pese a todo, sigue su curso, admitiendo sin reparos, en su irrealidad, llantos pendientes y un consolador bocado callejero.


Fotos: Tomadas a cuenta y riesgo del buen Blog Yo Culinario.

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