domingo, 30 de septiembre de 2012

Poesía y café

Café
© Eugenio Montejo
(Del libro Alfabeto del mundo)

Foto tomada de Informe 21

A Francisco Pérez Perdomo

 Al dibujar cada palabra,
detrás de su color, ritmo, latido,
siempre soñé dejar llena, secreta,
alguna taza de café
que se beba entre las líneas.

Café con el aroma de las horas
y la mesa en el aire
donde al primer hervor los vivos y los muertos
levitemos.
Amable duende que nos sigue por el mundo
con densas vaharadas. Café natal, sentimental,
¿qué pruebo en su sabor, qué bebo?
–A grandes sorbos bebo tiempo,
bebo mi vida gota a gota,
la que he perdido y vuelve, la que queda
humeante aún ante mis ojos, esperándome.

Café del alba, amargo, recién hecho,
que nos trae a la cama
algún canto remoto del gallo.

Café de las ciudades fugaces, imprevistas,
que sabe a las voces de su gente,
al rumor de sus ríos imaginarios.

El café gris de las estatuas en la lluvia,
tan frío en su boca de mármol.

El café azul del pájaro,
el verde inmenso de los soleados platanales
y el café de los ausentes,
dormido en nuestra sangre.

Sólo para avivar su aroma escribo a tientas
al dictado del fuego.
Sólo para servirlo siempre dejé oculta
alguna taza que se beba entre líneas,
detrás de mis palabras.

sábado, 1 de septiembre de 2012

De la biografía de Jacques Braunstein



Jacques Braunstein: 
memorias gastronómicas
© Jacqueline Goldberg




El pasado 30 de agosto Jacques Braunstein hubiese cumplido 81 años. Murió el 27 de noviembre de 2009. Oriundo de Bucarest, Rumania, fue no de los melómanos y difusores del Jazz más importantes de Venezuela. Su programa radial “Paz y Jazz” alcanzó los cincuenta y cuatro años de transmisión ininterrumpida.  
Hoy mucho extrañamos su voz pausada y extranjera, su sabiduría, su manera de presentarnos músico y tendencias.
Una de las facetas menos conocidas de Jacques Braunstein fue la de oficiante del placer culinario. Exquisitos condumios y caldos de imprescindible cosecha fueron savia que recorrió su cartografía vital. No cocinaba, pero orquestaba con maestría los platillos que su esposa, Odalys, sazonaba con tino, bien siguiendo los dictámenes de la memoria de Braunstein o de alguna receta ajena que él mismo lee e interpreta.
A continuación copio el capítulo dedicado a la gastronomía de la biografíaa que junta a él escribí: En idioma de jazz: memorias provisorias de Jacques Braunstein, publicado en el 2004 por la Fundación para la Cultura Urbana:

Virtuoso gourmet


«La cocina, como el jazz,
tiene que ver con todas las cosas gratas.
Creo que la comida
es un ingrediente maravilloso de la vida.
Saber apreciar una buena comida
se traduce también en un interés
por averiguar cómo se hace un plato,
cómo se presenta una buena mesa.

La buena mesa es buena compañía, buen vino,
buena conversación, buena música:
una experiencia memorable.

La gastronomía es un arte extraordinario
que hace muy feliz a la gente de todas las edades.
Porque ciertas cosas en la vida,
en la juventud prolongada —como la mía—
se disfrutan menos, pero la gastronomía se disfruta siempre.

A mí me gusta comer bien y me gusta que me sirvan.
No me gusta cocinar,
porque no me gusta meterme en la cocina, ensuciarme.
Si a mí me dicen cómo se hace un platillo
se lo puedo dictar a mi esposa: yo la guío,
le digo cómo se hace, los ingredientes.
También muchos platos los he aprendido de buenos libros.

Esta pasión por las cosas buenas me llevó a investigar,
a conocer restaurantes en el mundo entero.
He viajado mucho aprovechando el hecho
de que he trabajado en líneas aéreas y, después,
porque manejaba la publicidad de algunas de ellas.

Aunque en mis primeros viajes no tuve dinero
siempre traté de conocer al menos
un restaurante muy bueno,
de esos que hacen historia.

Ha sido una gran suerte,
un gran regalo que Dios me dio:
conocer países tan lejanos como Tailandia, Japón.
He ido a África, a la República de Benín.
De Europa he visitado sus principales capitales.
En Francia también he viajado por todo el país.
En fin, estoy muy agradecido con Dios
por todo lo que me dio.
De cada restaurante, de cada sitio,
guardo un recuerdo muy grato».

El gusto por la cocina es herencia familiar. En su casa paladeó las primeras exquisiteces, platillos que él mismo intenta emular hoy, como los pepinos encurtidos o los Sarmales, hojas  de repollo rellenas de carne que preparaba su madre y cuyo complejo proceso exige horas frente a los fogones. Su madre era una gran cocinera, enseñó a mucha gente y hasta le solicitaban sus recetas.
Pero ese interés por el excelso yantar se formalizó con la sofisticación de sus viajes, que en los años ochenta lo condujo a interesarse por la Chaine des Rotisseurs (La cadena de los asadores), asociación internacional epicúrea con sede en París fundada en el año 1248 por el rey Luis el Magnífico —en un principio reunía a los asadores de gansos—y hoy con miembros en más de 120 países.
Braunstein fue iniciado en los rigores del capítulo venezolano de esta exclusiva cofradía gastronómica —la más antigua del planeta— en 1984 y fue miembro de la misma durante quince años, en los cuales su paladar se paseó por lo más refinado de la cocina de factura caraqueña y fue Chargé de Pressé de la institución, suerte de director de relaciones institucionales.
 
«La Chaine des Rotisseurs llegó a tener en su seno
alrededor de 120 miembros en mis tiempos.
Estos miembros se dividían en diferentes categorías:
los profesionales y los amateurs.
Cada uno lleva un cordón de seda de diferentes colores,
lo que indica si es profesional o amateur, y el grado.
Si es director o profesional, la cadena es dorada;
si es aficionado la cadena es plateada.
Hay profesionales de la Brigada Blanca (los chefs),
de la  Brigada Negra (maitres de table)

La institución hacía reuniones mensuales o bimensuales.
Los miembros teníamos la potestad
de sugerir comidas en algunos restaurantes
que nos parecían interesantes.
Así íbamos conociendo
la riqueza gastronómica de Caracas,
que aún entonces era impresionante.

La gran gastronomía en Caracas no tiene mucha historia.
Su apoteosis comenzó más o menos en los años sesenta.
En esa época, también antes, en los cincuenta,
existía la única escuela hotelera de prestigio
y de nivel internacional que hemos tenido en el país:
la Escuela Hotelera de Venezuela.
Allí estaba el señor Freí,
un suizo contratado por Pérez Jiménez,
quien hizo un gran trabajo en el país
sin que nunca se le reconociera.

La Escuela Hotelera invitaba
a un grupo de personas entendidas para almorzar allí
con el propósito de comentar, juzgar
y criticar las cosas que se hacían;
para ver cómo se podían mejorar,
no con espíritu destructivo.
Eso funcionaba en un edificio de la avenida Bolívar,
ahí donde está la Plaza El Venezolano.
El restaurante, que era bastante grande,
quedaba en el penthouse,
muy agradable, muy bien servido.
Claro, los muchachos se esforzaban mucho.

Allí solo iba a comer gente seleccionada por Frei:
gente del gobierno, gente que podía aportar algo.
No estaba abierto al público en general».

Curioso y exigente, Braunstein recorrió los primeros restaurantes prestigiosos de Caracas, guiado por su intuición, la novedad y por recomendación de sus colegas de la Chaine des Rotisseurs.

«Después de Galofré,
que fue el primer restaurante francés de Caracas,
según Oscar Yánez, —y que nunca conocí—
se fundaron muchos otros.
Estaban La Bastille, ése sí lo visité mucho,
ubicado en una casa en la Plaza Morelos,
más o menos donde está hoy el hotel Caracas Hilton.
Había otros restaurancitos:
recuerdo uno muy pequeño,
cerca de San José en la avenida Baralt
y el famoso Cocq  D’ Or.
Después, vino el surgimiento
del centro gastronómico español de Caracas,
en la Plaza La Candelaria,
donde se crearon algunos restaurantes legendarios:
La Cita, que fue el primero; La Tertulia
y el Bar Vásquez.

Los grandes hoteles preparaban cenas espectaculares.
Recuerdo algunas del gran chef Müller,
un alemán que estaba a la altura
de los mejores chefs del mundo.
Müller había construido
en la cocina del Hotel Caracas Hilton
una cabañita donde tenía una mesa
para diez o doce personas.
Era la mesa del chef,
a la que solo invitaba a quien él quería.
¡Esas comidas en la mesa del chef eran algo….!
Hasta el presidente de la República quería comer allí.

Pero Müller tuvo un encontronazo
con uno de los ejecutivos del hotel
y cuando éste regresó a Venezuela
con un alto cargo dentro de la cadena hotelera,
la situación explotó, le hizo la vida imposible a Müller
y éste tuvo que irse.

Se iba a ir al Barcelona Hilton, de España,
pero cuando estaba ya en el aeropuerto,
listo para embarcar, recibió una llamada telefónica:
“no te vengas, porque te vetaron desde Caracas”.
Se quedó con los crespos hechos.
Estuvo un tiempo más en el país, creó otro restaurante,
que estaba muy bueno: Polo.
Era como un british pub,
con decoración de caoba y ambiente muy bueno y,
desde luego, la comida de Müller era excelsa.
Después de unos años, decidió marcharse
y creo que sigue en Hamburgo,
dirigiendo un gran restaurante».

En la memoria de Braunstein repica con fervor, sobre todo, una cena en 1982 en los lares del maestro francés Paul Bocuse, en la ciudad francesa de Lyon.

«Yo buscaba afanosamente
el restaurante de Paul Bocuse,
pero estaba medio escondido.
No es un sitio por donde todo el mundo pasa.

Venía manejando desde Cannes, en la Costa Azul.
Había un aguacero como nunca he visto,
con la mala suerte de que habíamos dejado
el dinero y los pasaportes en la caja fuerte del hotel.
Después de dos horas de estar en la autopista
tuvimos que regresar bajo ese torrencial aguacero.
Fue un día bastante conflictivo.
Regresamos, buscamos lo extraviado y seguimos el viaje.
Queríamos continuar hacia Lyon y luego a París,
y tenía entre mis planes
visitar el restaurante de Paul Bocuse,
además Gran Caballero de la Chaine des Rotisseurs.

No había forma, no encontrábamos el restaurante.
Pero de repente, en un callejón oscuro,
al sureste de Lyon, lo vimos.
Estábamos mal vestidos, pero aprovechando la oscuridad
y soledad de aquel callejón perdido
nos cambiamos de ropa dentro del automóvil.

Llegamos a la puerta del templo de Paul Bocuse.
El maître, muy amable, nos dijo:
“presumo que usted tiene reservación”.
Había que reservar con tres meses de antelación.
Le dije: “honestamente, no, porque vinimos de viaje,
de Cannes, estamos en camino hacia París,
y se nos ocurrió que sería un maravilloso lugar para cenar”.

El maître nos llevó a una bellísima mesa,
con una decoración muy sobria, muy bonita.
El restaurante era encantador,
y tenía también una tienda de recuerdos.
Compré allí una caja para tabacos y
una tacita de metal que se usa para probar los vinos.
En mi paladar perduran los sabores
de una sopa gratinada de faisán;
luego, recuerdo, tomamos un menú de degustación,
y comenzaron a traer comida, comida, comida,
y vino, vino, vino…
Fue realmente memorable.

Cuando terminó la cena,
con el restaurante a punto de cerrar,
Paul Bocuse salió a saludar a los comensales
y se sentó un rato a nuestra mesa.
Nos brindó un alcohol de peras,
hecho en un alambique familiar.
Una cosa fantástica.
Paul Bocuse era un gran comerciante,
sabía cómo vender.
“¿Le gustó?”, nos preguntó.
Y nos comentó que tenía a disposición
una cantidad muy pequeña de botellas,
naturalmente muy costosas,
pero cada bolívar, cada dólar ahí valía la pena.
Y como dicen, lo bailado no me lo quita nadie».

Hoy, por razones económicas y de salud, Braunstein prefiere deleitarse chez soi y guiar sus propias filigranas humeantes.

«El mejor sitio para comer es mi casa,
eso lo dicen incluso otros.
Trato de centrar mis actividades de gourmet
en nuestra propia cocina, con la creatividad de Odalys.

Hace unos años debí apartarme de la gastronomía
porque tuve un conato de infarto.
Entonces me hicieron una limpieza de cañerías
—un cateterismo—
y me pusieron una especie de mallita en una arteria.
A Dios gracias estoy bien,
pero me prohibieron comer cosas ricas en colesterol.
Es una suerte haber podido disfrutar antes,
hoy tengo que ser mucho más comedido.

A veces me olvido del corazón
y me atrevo a un infidelidad con la dieta,
sobre todo cuando Odalys prepara una Feijoada,
un plato típico brasileño que a mí me encanta:
se hace con partes de carnes muy gelatinosas,
lleva una cocción muy larga, da mucho trabajo.
Ella lo aprendió a preparar con una vecina brasileña.

Tampoco puedo fumar ya.
Me lo prohibió mi querido médico Carlos Goldstein.
Me encantaban lo tabacos tipo Churchill
o un buen Partagás 8-9-8,
gruesos y largos, con buena ceniza, buen cuerpo.
El Monte Cristo A es mí favorito».

A la mesa de los Braunstein se han sentado grandes luminarias de la música local e internacional. Tito Puente lo hizo en varias de sus visitas al país; Chucho Valdés es uno de los asiduos y Orlando Poleo —el famoso percusionista venezolano residenciado en París— se deleitó con un almuerzo navideño cuando vino a presentar uno de sus últimos discos e incluso invitó al banquete a toda la comitiva de franceses de su disquera que lo acompañaban. Las hallacas de ese célebre almuerzo fueron, como todos los años, obra de Odalys.

«Desde el mismo momento en que pisé suelo venezolano
me enamoré de la cocina criolla.
Me gustaron la hallaca, la arepa y el queso de mano.
También el queso madurado, el queso de año,
que me parece mejor, en algunos casos, que el parmesano.
Me encantó el asado negro, pero no muy dulce.

Y lo que más me gusta
es mezclar lo mejor de dos mundos,
que en el fondo es lo que soy yo
tras medio siglo en este bello país:
juntar un buen asado negro con un pepino encurtido rumano».