viernes, 4 de abril de 2014

A cien años del nacimiento de Marguerite Duras


La tumba y el libro muerto



I
Un libro sobre Duras.
Escribirlo.
Todo ocurría el 3 de marzo de 1999, tercer aniversario de la muerte de Marguerite Duras. En el número 3 del bulevar Edgar-Quinet del Cementerio de Montparnasse. Él estaría allí, en una banca. Él, Yann Andréa, el último amante. Fumando, con lentes oscuros, entre los tilos que bordean las avenidas del camposanto parisino.
En el libro que no escribí contaría cómo me acerco, lo insulto. Por todo lo que sé. Por lo que se dice. Por lo que ignoro.
Él me habría contestado con frases tomadas de su libro Ese amor, que habla de ella y donde escribe exactamente como ella. Y me habría contado cómo fue el día del sepelio: «Depositan el ataúd en un agujero muy profundo. Hay tres plazas, lo que explica la profundidad del agujero. Y luego sellan una losa de cemento (…) Más tarde, en la lápida de piedra, se inscribe: Marguerite Duras. Y debajo, dos fechas: 1914-1996, y en la parte delantera dos letras: M.D. Eso es todo. Un nombre y dos fechas. Así de sencillo».
En el libro, me habría calmado. Quizá me hubiese sentado junto a él. Le explicaría que he leído toda la obra de Duras, en español y en francés. Que la he traducido, admirado, venerado. Que no entiendo el desorden de su tumba. Y él me contestaría, siempre desde su libro, que sólo desde el 16 de noviembre de 1998 ha podido volver y mirar la lápida: «Veo que la piedra blanca ha envejecido, veo que el color se ha ensuciado, que la piedra ha recibido mucha lluvia, sol, viento, veo que han depositado flores, se han podrido allí, la piedra ya está vieja, hace mucho, mucho tiempo que ella está allí, encerrada. Sólo se ve el nombre, el cuerpo está desapareciendo, está descomponiéndose por completo».
Diría que apenas en ese momento admite que no hay nada que ver, tan solo un nombre: «Lo comprendo, y puedo venir aquí sin llantos, sin pena. Puedo caminar por las avenidas, oler el perfume de los tilos, puedo leer otros nombres. Quito las flores marchitas, tiro las macetas viejas, siempre dejo el nombre visible, es increíble cuán poco consciente es la gente de que no hay que cubrir el nombre con flores, es increíble cuán poca consciencia hay de lo molesto que resulta, de que eso no se hace. Bueno, tampoco tiene importancia, es una especie de ingenuidad: dejar flores, piedrecitas, billetes de metro, caramelos, trozos de papel, una vela. Un fárrago cubre la lápida blanca. Lo dejo todo, y algunas veces lo quito todo. Todo a la basura. No quiero nada encima de la piedra, solo el apellido, ese apellido de escritora y ese nombre de pila, de flor precisamente, todos esos ornamentos, toda esa pacotilla, resultan inútiles».
Yann Andréa sería tal cual Duras lo había descrito: una suerte de bretón alto y delgado. Discretamente elegante. De voz dulce, distante y real. En el libro que no escribí habría un momento en que me sentiría tonta. Turista necrológica. Con fríos antiguos y ajenos. Él, antes de despedirse, me hablaría del amor que enfermaba a Duras, que la hacía dejarlo sin irse y a él irse sin dejarla: «Uno nunca está a la altura de su propio amor. Como si el amor no nos perteneciera». Y me obsequiaría su dolor escrito: «Cuando leemos la historia, percibimos ese intento: el intento de amar. ¿Cómo hacerlo, cómo escribir, cómo dar con la palabra exacta, cómo dar exactamente con la palabra que silenciarías todas las demás palabras? Que silenciaría todas las historias. También todo el amor. Sí. Todo quedaría consumado».


II
El libro que quise escribir sobre Duras, nació muerto.
Quince años después del jamás ocurrido encuentro con Yann Andréa, fui al cementerio de Montparnasse. Turista finalmente necrológica.
Lejos de lo que iba a decir mi libro, no estaba sola. Me acompañaban mi esposo y mi hijo. Ninguno ganado a la idea de pasar parte del domingo en el cementerio.
Había estudiado mucho el camino. Apenas emanamos del metro caminé con una prisa que yo misma desconocía. Dejaron de dolerme pies y espalda. Entré y en la primera avenida crucé a la izquierda. Así lo había memorizado. Pero no entré por la puerta principal. Aquel no era el lote, ni el camino.
Esposo e hijo me dejaron adelantarme, aún sabiéndome extraviada.
De pronto estuve segura de que al llegar a la tumba de Marguerite Duras me encontraría a Yann Andréa. Él estaría limpiándola y yo me quedaría muda. Y corrí. Corrí mucho. Cada vez más perdida.
Admití. Miré un plano. Llegué finalmente al bulevar Edgar-Quinet. Pero la tumba no se reveló por si sola. Recorrí los estrechos pasillos de grava que se habían formado entre tres filas de lápidas. Juraba que la de Duras no estaría en primer plano. Olvidaba cuán antigua es la muerte en París.
Un vigilante apareció y sin más me preguntó si buscaba la tumba de Duras. Me dolió ser tan obvia. Me condujo. Estaba casi bajo mis pies. Sucia, con unas mactas horrendas. Con lo que Yann Andréa suponía ingenua basura, pero que no impedía leer el nombre de Duras. Quizá el estuvo días antes allí.
Me sorprendió el abandono. El mismo que describiría Yann Andréa en mi libro y que hizo en el suyo. Abandono propiciado por años, lluvias, la imposibilidad de hacer perdurar un recuerdo, acaso el amor. 


III
Escribo el 4 de abril de 2014 en Caracas. París no es aún memoria. Una realidad más agobiante me reclama. No debería escribir sobre el libro que jamás escribí. Ni sobre Duras. Pero hoy se cumple un siglo de su nacimiento en Indochina. Cien años que se volvieron nada y todo con la muerte. Libros y certezas. Palabras para la eternidad.

Unas últimas frases, no de mi libro muerto, sino de los de Duras:
«Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a percibir».
«No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía».

Mis traducciones de Marguerite Duras: EL LUGAR DONDE HABLO