En su libro Hopper, Mark Strand pretende corregir aquello que le parecen “interpretaciones inexactas propuestas por otros críticos” sobre la obra del magnífico pintor norteamericano. El poeta, que toma las más emblemáticas obras de Edward Hopper y las describe —¿escribe, reescribe?—, promete aproximaciones a una realidad que él mismo termina transgrediendo. Así, del cuadro Automat (1927) se atreve a sugerir que la escena ocurre en el limbo, que esta mujer es una ilusión: “si la mujer piensa en ella misma en este contexto, no es posible que sea feliz”.
¿Y si esta mujer viene de hacer el amor? ¿Y si acaba de degustar una hamburguesa y una merengada? ¿Y si la taza no es trofeo de soledades sino de pausas, paciencias y sosiego?
Una mujer sola en un café no siempre recuenta fatídicos gajos, no siempre espera ni sufre.
Prefiero la poesía de Mark Strand, su voluntad. Y este poema, que es una traducción fulgurante de nuestro Juan Sánchez Peláez:
Asado al caldero
Miro la carne
que está en rebanadas
sobre mi plato
y la voy cubriendo con
su propio jugo de zanahoria y cebolla.
Y por esta vez no me duele
el transcurrir del tiempo.
Sentado junto a una ventana
frente a
bloques de edificios
negros de hollín
no me preocupa no ver
ninguna cosa viviente, ni un pájaro,
ni un ramaje en flor,
ni un alma que se mueva
en las habitaciones
detrás de los cristales oscuros.
En estos tiempos
donde hay poco
que amar o alabar
no es quizás exagerado
rendirse al poder de los alimentos.
Así, bajo la cabeza
y aspiro
el aroma que se levanta
de mi plato, y pienso
en la primera vez que probé
un asado igual a éste.
Fue hace años en Seabright, Nova Scottia;
mi madre se inclinó
para llenarme el plato
y cuando terminé
lo llenó de nuevo.
Recuerdo aún
el sabor de la salsa,
su olor a ajo y apio,
y que la chupaba
con trozos de pan.
Ahora la pruebo de nuevo.
La carne de la memoria,
la carne que no se altera.
Alzo el tenedor
La carne de la memoria,
la carne que no se altera.
Alzo el tenedor
para comer.
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