
Se me antojan cangrejos.
Pero no existe comedero en Caracas, que sepa yo,
donde puedan pedirse unos afrodisíacos cangrejos
y sumergir su dulzona carne en mantequilla.
Un restaurante como el mayamero Crab House,
que desde 1975 se especializa en el crustáceo.
Uno llega allí y la cosa es muy sencilla:
manteles de papel periódico,
una cesta con martillos de madera y alicates
únicos utensilios con los que el comensal se enfrenta
a los atávicos mariscos que llegarán enteros,
recién ahogados en agua hirviente.
Allí los preferidos son el “Alaskan King Crab”, rojo enorme;
el “Snow Crab”, proveniente
el Dungeness, dicen que infinitamente superior
a sus parientes de Alaska y del Atlántico.
“Sólo conozco las jaibas (cangrejo azul) del Zulia,
pero en general no es mucho el cangrejo
que se comercializa en Venezuela”,
comenta Sumito Estévez a través del Twitter.
En Caracas son ausencia y añoranza.
La langosta se le parece, pero no hay comparación.
Mucho más gustoso, tierno y amable es el cangrejo.
A veces en Fresh Fish, suerte de joyería marina,
he visto una tenazas enormes,
El cangrejo azul (Callinectes sapidus) del Lago de Maracaibo
es de los pocos que llegan a la mesa.
“Es reputadísimo, además muy cotizado:
carne dulce y abundante, toda una exquisitez.
Lo uso siempre en mis menús”, refiere la chef Ivette Franchi.
Conocido en otros lares como Jaiba o Nadador,
se atrapa en las costas zulianas
desde los años cuarenta del siglo pasado
a conciencia de que es manjar de exportación.
¿Y a qué viene mi interés por el verde azulado animal
de pinzas anaranjadas?
Pues asuntos en absoluto científicos.
Crecí comiendo cangrejos,
son parte de mi más anclada memoria.
Mi abuelo materno, polaco llegado a Maracaibo en 1931,
se dedicó en principio, como todo musiú,
a la venta de puerta en puerta de variopintas mercaderías.
En 1939, con mi madre ya nacida,
seguramente atraída por los fulgores del boom petrolero.
Allá estuvieron hasta 1946, cuando mi abuelo
abrió en pleno centro de Maracaibo, en el Pasaje Colón,
una mercería muy visitada por novias,
costureras y señoras de sociedad.
A la aventura de los cangrejos se incorporó
a principios de los años sesenta,
La procesadora quedaba en La Cañada de Urdaneta,
municipio ubicado en la costa oeste del Lago,
a unos cuarenta y cinco minutos de Maracaibo.
En esa zona, curiosamente, entre los platillos derivados
de su privilegiada situación costera,
abundan preparaciones con animales de caza
como la iguana, el venado, la hicotea y la yaguaza en coco.
El tema es que en mi casa hubo cangrejos desde siempre.
Bien porque los llevaba mi abuelo
o porque en algún momento se convirtió en rutina dominical
largos paseos a La Cañada, de donde regresábamos
con los cangrejos vivos o congelados,
dependiendo de la época.
A medio camino entre La Cañada y Maracaibo
mi padre detenía el auto en una granja
donde comprábamos rábanos picantes
que comíamos ahí mismo con un poco de sal.
A veces nos ofrecían un huevo recién puesto,
al que abríamos un huequito y aspirábamos
sin temores citadinos.
Esos domingos eran la libertad y el frío.
Mi hermano y yo corríamos con los hijos de Antonio,
el encantador español encargado del negocio.
Nos asomábamos a la orilla del lago
y el romper del casi imperceptible oleaje contra el muelle.
Pero la travesura mayor
consistía en fugaces incursiones a las cavas
donde los cangrejos dormían su sueño sin reverso.
Estaban allí en enormes cestas plásticas,
algunos ya dispuestos
y otros convertidos en latas con pulpa y tenazas.
En el temerario juego infantil dábamos vueltas a las cavas,
—que recuerdo enormes, seguramente no lo eran—
y perdía quien primero tuviese frío y saliera.
Creo que mis padres nunca se enteraron de esas audacias
ni previnieron las gripes seguramente resultantes.
El gran domingo acababa en casa al anochecer,
con la cocción del botín de cangrejos
que aún hoy no me atrevo a confrontar sola.
Mi padre, con paciencia, troceaba las caparazones,
extraía la pulpa de las muelas y me la daba casi en la boca.
Sólo después de aquel ritual de insuperable amor
podía él degustar, ya sin apremios,
La procesadora de cangrejos no duró toda la vida.
Pero si nuestro voraz apetito de ellos.
De ahí que algunos domingos
mis padres se lanzaran muy temprano
hacia el Mercado de Las Pulgas
a aprovisionarse de cangrejos vivos.
Creo que la última vez que eso ocurrió
fue aquella cuando me levanté y encontré a mi madre
subida sobre una silla dando alaridos
mientras mi padre, encorvado,
perseguía por el suelo de la cocina
al menos una docena de enormes cangrejos
que habían saltado de la olla que no bulló a tiempo.
Hace mucho que no como cangrejos,
pero su sabor, como todos los de la infancia,
sigue intacto en mi memoria
y sobre todo en mis pendientes apetitos.