sábado, 24 de julio de 2010

Una visita al paraíso

Foto tomada de El Universal

Me llevó a Crema Paraíso su fundador, don Adalberto Katz, fallecido el 5 de junio de 2008. Me llevó con sus palabras, su memoria, su valentía. Me llevó para demostrarme que el esfuerzo lo es todo, que la creatividad y el tesón forjan un hogar, una empresa, una país, un mundo.
Y digo me llevó porque así fue. Hace un par de semanas terminé de editar el testimonio de Katz, que aparecerá prontamente en el tercer tomo del libro Exilio a la vida, en preparación por la Dirección de Cultura de la Unión Israelita de Caracas. Cuando leí que había sido panadero y fundó Crema Paraíso me emocioné muchísimo. Y Facebook me hizo encontrar rápidamente a su hija, Anita Katz, quien de la música y la educación debió saltar a las fórmulas de la vainilla, las cavas refrigerantes y la dirección de una empresa que en Caracas es uno de los pocos rostros vivos de la nostalgia.

Adalberto Katz

Y como a veces uno dice carnaval y las maravillosas Inés Peña y Marta Elena González tiran papelillo, amablemente invitadas por la siempre sonriente Anita, armamos el viaje a Guarenas. Ellas escribieron de inmediato en sus emocionados blogs:


Adalberto Katz nació el 12 de diciembre de 1925 en Checoslovaquia. Siendo muy niño la familia se mudó dos veces y en 1940 fue a Budapest a estudiar panadería: “Un día llegué del colegio y mi mamá no estaba en la casa, era invierno, hacía mucho frío y fui donde el panadero y le pedí que me permitiera estar allí mientras llegaba mi mamá. Y me lo permitió. Me regaló unos pancitos y después de eso pasé mucho tiempo en la panadería ayudando. Eso me dio la idea de que en vez de ir a la universidad —ya se hablaba del Númerus Clausus, que daba solo un pequeño cupo a los judíos para estudiar— iba a aprender a ser panadero. Pensaba que ese era un oficio que siempre se necesita y por lo tanto se apreciaba, y que era más fácil subsistir con él que con cualquiera otro. Pero en Uzhorod no había escuela artesanal y en Budapest sí, por eso decidí irme. Mi familia estuvo completamente de acuerdo, mi papá me dio su bendición”, contó en la entrevista que le hiciera hace más de una década la Fundación Survivors of the Shoah Visual History de Steven Spielberg, de donde hemos tomado su testimonio.
Su espíritu de supervivencia lo hizo alistarse a una unidad de jóvenes de la SS, con la que vivió mil aventuras —lejos de los frentes y las masacres— sin dejar jamás su pasión por la panadería y su espíritu judío. La panadería lo salvó siempre de peores embates, la harina lo condujo a la cocina, el lugar del fuego, del resguardo y la comida segura en plena guerra: “Las circunstancias me obligaron a aquello. Si yo me hubiese escondido, a lo mejor habría sido la segura exterminación. Yo no arriesgué más de lo que pude haber arriesgado para poder seguir vivo. Por eso no era muy difícil amoldarse a las circunstancias, esa había sido mi suerte y muy rápido capté qué era lo que debía hacer”.
Al finalizar la guerra se reencontró tan solo con dos hermanos —el resto de la familia murió en campos de concentración— y buscando a una tía fue a dar a París, donde pudo trabajar en las delicias de la pastelería: “Trabajé un tiempo en París, primero en una pastelería y después me asocié con un señor de Senegal para hacer nuestra propia pastelería. Alquilamos el taller para la noche, porque en el día hacían pan y en la noche yo hacía pastelería. Todavía había mucha escasez y había que comprar los ingredientes en el mercado negro. Él era la parte comercial e iba a los teatros, al Folies Berger, al Casino de París, a los hoteles grandes y le hacían pedidos. París me gustó, pero decidí alejarme de Europa, ahí podía pasar cualquier cosa, en cualquier momento”.
En 1947, cuando consiguió rumbos abiertos hacia América, zarpó en un barco bananero que iba de Rotterdam a Colombia: “Se suponía que en Santa Marta desembarcaba y podía venir por tierra a Venezuela. Pero en Santa Marta no me quisieron dejar bajar porque creían que era polaco y me quitaron el pasaporte y me hicieron seguir hacia Guadalupe, donde tuve que esperar dos semanas hasta que vino un barco hospital de Francia en el que había cupo para ir a Venezuela. Entonces continué y llegué a Venezuela”.
En aquel entonces, contaba Katz, cuando los extranjeros arribaban al país, el Estado subsidiaba una semana de pensión que costaba siete bolívares diarios. Y en una pensión del centro se acomodó y fue ahí donde conoció a un húngaro que acababa de recibir una visa para viajar a los Estados Unidos y que trabajaba como mayordomo en casa del prominente abogado Alejandro Pietri: “En realidad yo no busqué trabajo como cocinero, pero este húngaro me dejó el cargo y yo inmediatamente acepté. Hablé con la señora Pietri en francés y me contó que la cocinera se enfermó y yo le dije que era cocinero y preparé el almuerzo y el doctor Pietri me mandó a llamar para felicitarme por la comida. A partir de ese día, el doctor Pietri ya no entraba por delante, sino por la cocina. Era un señor que le gustaba la buena comida, era muy gordo, fornido. Me propusieron pagarme trescientos bolívares como cocinero, inmediatamente acepté y así quedé como cocinero”.
Por vueltas de la vida, Adalberto Katz intervino en varios negocios, viajando por el interior del país incluso, hasta que en 1953, haciendo acopio de sus conocimientos, su intuición y su deseo de fundar algo propio, inauguró una heladería muy sui géneris en la Esquina 9 de Diciembre de la urbanización El Paraíso y que se convertiría en sinónimo de la Caracas de los cincuenta, en memoria irreversible para muchos y en una constancia que hace permanecer el negocio hasta hoy en día, ya salpicado por distintos puntos de la capital, Guarenas y Los Teques.
Tan Caracas son sus helados y malteadas y sus domingos a mediatarde, que en Nueva York tres músicos venezolanos formaron grupo Los Crema Paraíso, que lleva el sonido criollo tradicional al jazz, el rock, el funk y a tumbaos latinos electrónicos. Son ellos el baterista Neil Ochoa, el guitarrista José Luis Pardo (de Los Amigos Invisibles) y el bajista Alvaro Benavides. Tienen un disco titulado Debut. He aquí su extraordinaria versión de El Catire, de Aldemaro Romero.



1 comentario:

Anónimo dijo...

La importancia del relato detrás de una iniciativa. El emprendimiento tiene muchas caras. Gracias por mostrarnos una de ellas, que sirva de ejemplo para los que queremos construir un futuro para nosotros y nuestro hijos