Obra Nir Adarn, chef neoyorkino, estilista culinario y artista (Su página)
Nada tan venezolano
como esa confianza que admite
introducir el tenedor propio en el plato ajeno.
Bien sea en casa,
en restaurantes de muchos cubiertos
o en mesones poco encumbrados,
es costumbre deliciosa probar
lo que come o bebe el otro.
Y es que uno quiere degustarlo todo,
pedir el menú completo,
y como no se debe, no se puede,
sólo queda la opción de la camaradería,
de la ausencia de asco,
de la profunda certeza que otorgan los goces.
Compartir bocado
es acoger una cercanía, una complicidad.
Es decirle al otro “yo te acepto todo,
con tu intimidad, tu cuerpo amplio,
con lo que guardas, ocultas y respondes”.
El bocado del plato vecino sabe a gloria.
Es prueba de que un montón de escollos
han sido desabotonados,
que muchas palabras sobran,
que una verdad se ha instalado,
que en adelante prevalecerá la memoria,
el deleite, una próxima vez.
Nada más dulce y seductor,
que el vecino de mesa, voluntariamente,
te acerque su humeante sopa de vainitas
y te diga “tienes que probar, está buenísima”.
Y te insista y te mire y te desnude
y te ofrezca su propia cuchara, su historia, lo demás.
Claro, el tribal rito no es por todos admitido.
Recuerdo un almuerzo
compartido con dos muy queridos amigos.
Todos pedimos pasta y, sin duda,
yo moría por probar las otras opciones.
El amigo y yo no dudamos y sin que mediaran adjetivos
zambullimos el tenedor en la delicia ajena.
Pero la amiga cubrió el plato con sus manos
y advirtió: “a mi no me gusta eso”.
Lástima, sus Tortelonis se veían bien.
Cuando hace una semana
varias amigas periodistas
fuimos al Café del Establo,
estaba claro desde el principio
que pediríamos varios platillos,
que lo compartiríamos todo:
los Bollos pelones, el Foundue de queso, la Pizca,
la tarde, la risa, la brisa de ese ancho festín.
También recuerdo que en mis días
en la Revista Exceso el tema de la “probadera”
revestía un carácter “excesivo”,
era una suerte de orgía a veces avasallante.
Llegó un momento en que muchos llevaban
más comida de la que podían ingerir
porque sabían que al menos
media docena de tenedores
caerían en picada sobre los Tupperware.
También ocurría que la comida del otro
era tanto más apetecible,
que intercambiábamos el envase completo,
recién sacado del microondas.
Y no fueron pocas las veces que canjeé
mi pulcra comida casera de la Gran Rosa
por un par de perros calientes
recién venidos de la Esquina de Pajaritos.
En las salidas con mis compañeros del NMI
hay un acuerdo tácito,
impuesto hace años por el más glotón:
podemos paladear “un poquito” del primer plato,
pero el postre es intocable, solitario, egoísta.
Y hay que ver lo paradisiaco
que es acompasar dos cucharillas
en el respingado vaso de una Panacota con chocolate
y comérsela hasta el fondito,
sin dudas, sin máscaras,
como si lo hubiésemos hecho en otra vida,
con el corazón y los pendientes deseos en paz.
1 comentario:
Sin duda muy venezolano.
Hay una variante juguetona que hermana tu hermoso texto con el de Liliana que lo precede. Y es el intercambio de comida en los recreos escolares. Una delicia, ese compartir de las loncheras.
A mi casa ha regresado media arepa en toperware ajeno, porque mi hija y su mejor amiga compartieron los tequeños que sobraron de la fiesta de ayer.
A mí me encanta ese trueque infantil que convierte dos pastelitos en un sánduche de jamón y queso.
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