Nadie habla de la nausea y el vómito.
De regresar a medianoche de un banquete
y rebatirlo todo.
Los gourmets no disertan
sobre volver de una cena gloriosa,
el más lustroso restaurante, la mejor mesa de amigos,
y claudicar en una madrugada de asfixias.
Y no hace falta recaer en vericuetos de la Historia,
bacanales romanas que admitieron
visitas al vomitorium como auténtica institución;
ni de la Edad Media, cuando el vómito
era penitencia que ahuyentaba los pecados.
Uno alcanza la hora más alta
y por mil motivos surge la arcada.
No siempre es gula o fechoría de chef,
asuntos de la edad o morbos.
Con el vómito se desperdicia placer,
se echa “por la borda” un pasado desmerecido.
Vomitar es, entonces, lo único que queda.
Por algo el Eclesiastés tiene precisas consejas:
«Y si te viste forzado a comer demasiado,
levántate, vomita lejos y sentirás alivio» (31:21)
Igual se vomita con rotunda tristeza.
Es más la lástima que el malestar de la carne.
Duele admitir:
allá va el Fondant de queso manchego con escargots;
allá van las Vieiras al capuccino sobre setas glaseadas;
allá va la Polvorosa de pollo,
allá van los Anticuchos limeños.
Y en el delirio de la soledad y la penumbra,
se ven discurrir oleajes de Merlot, Tempranillo,
burbujas provenientes del mismísimo Valle del Maule.
«El vómito es la manera en que el organismo devuelve los sobrante y sobra siempre lo que se repite demasiado. Cuando todo está bien aprendido caben dos opciones: la muerte o el vómito». (Chantal Maillard)
Hay pues otros vómitos.
Tampoco de ellos hablamos.
1 comentario:
Maravilloso texto, me encanta la poesía cruda. Aplausos.
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