Amediodecí
—eran casi las 12 cuando osé emerger
de la cama arrullada por las sombras
y la lluvia de este domingo casi perfecto—
recordando la fantástica escena inicial de la película
Desayuno en Tiffany’s (1961),
donde Audrey Hepburn baja de un taxi
y se pasea con un café y una bolsa de croissants
frente a la solitaria vitrina de la joyería Tiffany
en la quinta avenida de Nueva York.
La cinta, basada en el relato homónimo de Truman Capote,
habla de desarraigos y soledades,
de protagonistas atrapados en mundos falsos
y esperanzas a priori perdidas.
¿Ando así?
Quizá.
Hubiese querido levantarme,
Hubiese querido levantarme,
comprar una empanada y un Toddy
y andar en un silencio acompasado a mis fracasos.
¿Sabana Grande? ¿La avenida Francisco de Miranda?
¿Alguna callecita de Chacao?
¿Los pasillos del Sambil?
¿Las pretenciosas brumas de Los Palos Grandes?
No hay recodo en Caracas que ponga paréntesis
y andar en un silencio acompasado a mis fracasos.
¿Sabana Grande? ¿La avenida Francisco de Miranda?
¿Alguna callecita de Chacao?
¿Los pasillos del Sambil?
¿Las pretenciosas brumas de Los Palos Grandes?
No hay recodo en Caracas que ponga paréntesis
a ciertas tristezas y solitudes.
No hay dónde caminar, desayuno en mano,
mirando vitrinas con los desasosiegos aireados.
No hay dónde caminar, desayuno en mano,
mirando vitrinas con los desasosiegos aireados.
Sin miedos ni país torcido.
De todas maneras me tomé el Toddy,
llueve, no puedo salir
y no soy Audrey Hepburn.
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